domingo, 10 de julio de 2011

Las sutilezas metafísicas de la mercancía

(x Anselm Jappe)


Mi intervención será bastante distinta de las otras que aquí se lean. Presentarse a un debate sobre la mercancía para polemizar contra la existencia misma de la mercancía puede parecer tan sensato como acudir a un congreso de físicos para protestar contra la existencia del magnetismo o de la gravedad. Por lo general, la existencia de mercancías suele considerarse un hecho enteramente natural, por lo menos en cualquier sociedad medianamente desarrollada, y la sola cuestión que se plantea es qué hacer con ellas. Se puede afirmar, desde luego, que hay gente en el mundo que tiene demasiado pocas mercancías y que habría que darles un poco más, o que algunas mercancías están mal hechas o que contaminan o que son peligrosas. Pero con eso no se dice nada contra la mercancía en cuanto tal. Se puede desaprobar ciertamente el "consumismo" o la "comercialización", eso es, pedirle a la mercancía que se quede en su sitio y que no invada otros terrenos como, por ejemplo, el cuerpo humano. Pero tales observaciones tienen un sabor moralista y además parecen más bien "anticuadas", y estar anticuado es el único crimen intelectual que aún existe. Por lo demás, las raras veces que parezca ponerse en tela de juicio la mercancía, la sociedad moderna se precipita a evocar las fechorías de Pol Pot, y se acabó la discusión. La mercancía ha existido siempre y siempre existirá, por mucho que cambie su distribución.
Si se entiende por mercancía simplemente un "producto", un objeto que pasa de una persona a otra, entonces la afirmación de la inevitabilidad de la mercancía es sin duda verdadera, pero también un poco tautológica. Esta es, sin embargo, la definición que ha dado toda la economía política burguesa después de Marx. Si no queremos contentarnos con esa definición, hemos de reconocer en la mercancía una forma específica de producto humano, una forma social que sólo desde hace algunos siglos -y en buena parte del mundo, desde hace pocos decenios- ha llegado a ser predominante en la sociedad. La mercancía posee una estructura particular, y si analizamos a fondo los fenómenos más diversos, las guerras contemporáneas o las quiebras de los mercados financieros, los desastres hidrogeológicos de nuestros días o la crisis de los Estados nacionales, el hambre en el mundo o los cambios en las relaciones entre los sexos, hallamos siempre en el origen la estructura de la mercancía. Conste que eso es consecuencia del hecho de que la sociedad misma lo ha reducido todo a mercancía; la teoría no hace más que tomar nota de ello.
La mercancía es un producto destinado desde el principio a la venta y al mercado (y no cambia gran cosa cuando sea un mercado regulado por el Estado). En una economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto sino únicamente su capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra mercancía. Por consiguiente, sólo se accede a un valor de uso por medio de la transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero. Una mercancía en cuanto mercancía no se halla definida, por tanto, por el trabajo concreto que la ha producido, sino que es una mera cantidad de trabajo indistinto, abstracto; es decir, la cantidad de tiempo de trabajo que se ha gastado en producirla. De eso deriva un grave inconveniente: no son los hombres mismos quienes regulan la producción en función de sus necesidades, sino que hay una instancia anónima, el mercado, que regula la producción post festum. El sujeto no es el hombre sino la mercancía en cuanto sujeto automático. Los procesos vitales de los hombres quedan abandonados a la gestión totalitaria e inapelable de un mecanismo ciego que ellos alimentan pero no controlan. La mercancía separa la producción del consumo y subordina la utilidad o nocividad concretas de cada cosa a la cuestión de cuánto trabajo abstracto, representado por el dinero, ésta sea capaz de realizar en el mercado. La reducción de los trabajos concretos a trabajo abstracto no es una mera astucia técnica ni una simple operación mental. En la sociedad de la mercancía, el trabajo privado y concreto sólo se hace social, o sea útil para los demás y, por ende, para su productor, a trueque de despojarse de sus cualidades propias y de hacerse abstracto. A partir de ahí, sólo cuenta el movimiento cuantitativo, es decir, el aumento del trabajo abstracto, mientras que la satisfacción de las necesidades se convierte en un efecto secundario y accesorio que puede darse o no. El valor de uso se transforma en mero portador del valor de cambio, a diferencia de lo que sucedía en todas las sociedades anteriores. Aun así, siempre debe haber un valor de uso; hecho éste que constituye un límite contra el que choca constantemente la tendencia del valor de cambio, del dinero, a incrementarse de manera ilimitada y tautológica. La mejor definición del trabajo abstracto, después de la de Marx, fue dada nada menos que por John Maynard Keynes, aunque sin la menor intención crítica: "Desde el punto de vista de la economía nacional, cavar agujeros y luego llenarlos es una actividad enteramente sensata".
Tal vez la mercancía y su forma general, el dinero, hayan tenido alguna función positiva en los inicios, facilitando la ampliación de las necesidades. Pero su estructura es como una bomba de relojería, un virus inscrito en el código genético de la sociedad moderna. Cuanto más la mercancía se apodere del control de la sociedad, tanto más va minando los cimientos de la sociedad misma, volviéndola del todo incontrolable y convirtiéndola en una máquina que funciona sola. No se trata, por tanto, de apreciar la mercancía o de condenarla: es la mercancía misma la que se quita de en medio, a largo plazo, y tal vez no sólo a sí misma. La mercancía destruye inexorablemente la sociedad de la mercancía. Como forma de socialización indirecta e inconsciente, ésta no puede menos de producir desastres.
Este proceso en que la vida social de los hombres se ha trasferido a sus mercancías es lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía [1] : en lugar de controlar su producción material, los hombres son controlados por ella; son gobernados por sus productos que se han hecho independientes, lo mismo que sucede en la religión. El término "fetichista" ha entrado en el lenguaje cotidiano, y a menudo se dice de alguien que es un fetichista del automóvil, de la ropa o del teléfono móvil. Este uso del término "fetichista" parece vincularse, sin embargo, más bien al sentido en que lo usaba Freud, a saber, el de conferir a un mero objeto un significado emotivo derivado de otros contextos. Aunque los objetos de tales fetichismos sean mercancías, parece poco probable que ese "fetichismo" cotidiano sea lo mismo que el "fetichismo de la mercancía" de Marx. Por un lado, porque resulta más bien difícil admitir que la mercancía en cuanto tal, y no sólo algunas mercancías particulares, pueda ser entre nosotros, los modernos, objeto de un culto parangonable al que los llamados salvajes rendían a sus tótems y a sus animales embalsamados. El amor excesivo a ciertas mercancías es sólo un epifenómeno del proceso por el cual la mercancía ha embrujado la entera vida social, porque todo lo que la sociedad hace o puede hacer se ha proyectado en las mercancías.
Pero también aquellos a quienes la mercancía no debería parecerles tan "normal", es decir, los presuntos marxistas, se han mostrado poco dispuestos a reconocerse como salvajes. Tal renitencia se vio coadyuvada por el hecho de que el "fetichismo de la mercancía" y sus derivados -dinero, capital, interés- ocupa en la obra de Marx un espacio cuantitativamente muy reducido, y no se puede decir que él mismo lo haya colocado en el centro de su teoría. Además, la definición marxiana del fetichismo, como toda su teoría del valor y del trabajo abstracto, es tremendamente difícil de entender; lo cual no se debe, por cierto, a que Marx fuera incapaz de expresarse, sino al hecho de que, como él mismo dice, la paradoja de la realidad se expresa en paradojas lingüísticas. El desdoblamiento de todo producto humano en dos aspectos, el valor de cambio y el valor de uso, determina casi todos los aspectos de nuestra vida y, sin embargo, desafía nuestra comprensión y el sentido común, quizá un poco como la teoría de la relatividad. Era difícil hacer del fetichismo un discurso para masas, como se hizo con la "lucha de clases" o la "explotación". Además, el análisis marxiano del fetichismo indicaba una especie de núcleo secreto de la sociedad burguesa, núcleo que sólo poco a poco ha venido haciéndose visible; durante casi un siglo, la atención permaneció fijada en los efectos secundarios de la forma-mercancía, tales como la explotación de las clases trabajadoras. No en vano utiliza Marx, cuando habla del carácter de fetiche de la mercancía, en pocas páginas los términos "arcano", "sutileza metafísica", "caprichos teológicos", "misterioso", "extravagancias admirables", "carácter místico", "carácter enigmático", "quid pro quo", "forma fantasmagórica", "región nebulosa", "jeroglíficos", "forma extravagante", "misticismo", "brujería" y "hechizo". El fetichismo es el secreto fundamental de la sociedad moderna, lo que no se dice ni se debe revelar. En eso se parece a lo inconsciente; y la descripción marxiana del fetichismo como forma de inconsciencia social y como ciego proceso autorregulador muestra interesantes analogías con la teoría freudiana. No sorprende, por tanto, que el fetichismo, al igual que el inconsciente, emplee toda su sutileza metafísica y toda su astucia de teólogo para no darse a conocer. Durante mucho tiempo, tal ocultamiento no le fue muy difícil: criticar el fetichismo habría implicado poner en tela de juicio todas las categorías que incluso los presuntos marxistas y los críticos de la sociedad burguesa habían interiorizado por completo, considerándolas datos naturales de los cuales sólo podía dicutirse el más o el menos, el cómo y, sobre todo, el "para quién", pero sin cuestionar su existencia en sí: el valor, el trabajo abstracto, el dinero, el Estado, la democracia, la productividad. Sólo cuando la lucha por la distribución de esos bienes había conducido, durante el periodo de posguerra, a una situación de equilibrio en el welfare state fordista, resultó posible colocar en el centro de la atención la mercancía en cuanto tal y los desastres que produce.
Después de Marx, durante muchos decenios, y a pesar de las aportaciones de Lukács, de Isaac Rubin y algunos otros, todo análisis del fetichismo quedó diluido en la categoría mucho más vasta e indeterminada de "alienación"; con lo cual el fetichismo se convertía en un fenómeno de conciencia, en una falsa opinión o valoración de las cosas que de algún modo se podía relacionar con la tan discutida "ideología". Sólo durante la segunda mitad de los años sesenta el concepto de fetichismo, el análisis de la estructura de la mercancía y del trabajo abstracto llegaron a ocupar un lugar destacado en la discusión, sobre todo en Alemania y en Italia.
Un efecto mayor y más duradero alcanzó, sin embargo, en los años sesenta la Internacional Situacionista, con su crítica integral de la vida moderna y su proclamación de una "revolución de la vida cotidiana". Hasta el día de hoy, a los situacionistas se los ha entendido mal deliberadamente, tomándolos por un simple movimiento artístico-cultural; y en su libro principal, La sociedad del espectáculo de Guy Debord, se ha querido ver a menudo una simple crítica de los mass media. Pero en verdad se trata de una solidísima teoría social que ahonda sus raices precisamente en la crítica de la estructura de la mercancía. Debord denuncia la economía autonomizada y sustraida al control humano, la división de la sociedad en esferas separadas como política, economía y arte, y arriba a una crítica del trabajo abstracto y tautológico que remodela la sociedad conforme a sus propias exigencias. "Todo lo que se vivía directamente se ha alejado en una representación", se lee al inicio de La sociedad del espectáculo: en lugar de vivir en primera persona, contemplamos la vida de las mercancías. Debord dice también: "El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones"(& 66). Sin necesidad de asistir a largos seminarios marxológicos, había redescubierto y actualizado toda la crítica marxiana del fetichismo de las mercancías.
No se trataba de una teoría libresca como otras muchas: la revuelta del Mayo de París, de la cual los situacionistas habían sido en cierto modo los precursores intelectuales, fue también la primera revuelta moderna que no se hizo en nombre de reivindicaciones económicas o estrechamente políticas, sino que nació más bien de la exigencia de una vida diferente, autónoma y liberada de la tiranía del mercado, del Estado y de su raíz común, la mercancía. En 1968 temblaron los Estados del Este al igual que los del Oeste, los sindicatos y los propietarios, la derecha y la izquierda: en otras palabras, las diversas caras de la sociedad de la mercancía. Y nadie supo estar tan a la altura de aquella rebelión como los situacionistas.
Debord lo había predicho en 1967: "En el momento en que la sociedad descubre que depende de la economía, la economía depende, de hecho, de ella... Ahí donde estaba el Ello económico debe advenir el Yo... Su contrario es la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se contempla a sí misma en un mundo por ella creado" (&& 52-53). El inconsciente social, el Ello del espectáculo, sobre el que se funda la actual organización social, tuvo por tanto que movilizarse para tapar esa nueva grieta que se había abierto justamente en el momento en que el orden dominante se creía más seguro que nunca. Entre las medidas que tomó el inconsciente económico hallamos también las tentativas de neutralizar la crítica radical de la mercancía que había encontrado su más alta expresión en los situacionistas. Reducir a la mansedumbre a Debord mismo era imposible, a diferencia de cuanto ocurrió con casi todos los demás "héroes" de 1968. Y su teoría no dejaba margen al equívoco: "El espectáculo es el momento en que la mercancía ha conseguido la ocupación total de la vida social", se lee en el & 42 de La sociedad del espectáculo. Pero a los brujos de la mercancía les quedaba otra posibilidad: la de fingir que hablaban el lenguaje de la crítica radical, aparentemente incluso de manera un poco más extrema y audaz todavía, pero en verdad con intenciones y contenidos opuestos. El que nuestra época prefiere la copia al original, como dice Debord citando a Feuerbach, resulta ser verdadero también respecto a la crítica radical misma.
Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos "posmodernos" que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Como decía ya en 1964 Asger Jorn: "A Debord no es que se le conozca mal; es que se le conoce como el mal". No se trataba, sin embargo, solamente del consuetudinario autoservicio intelectual sino de una verdadera estrategia encaminada a neutralizar una teoría peligrosa mediante su exageración paródica. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado.
Criticar las teorías posmodernas resulta difícil debido a su carácter auto-inmunizador que hace imposible toda discusión, transformando sus afirmaciones en verdades de fe ante las cuales sólo cabe creer o no creer. Pero sí cabe decir algo acerca de su función, acerca del cui bono, observando así la sutileza metafísica que despliega la mercancía para defenderse. Al leer los textos posmodernos se nota que, si bien no citan casi nunca a los situacionistas, el término "espectáculo" o "sociedad del espectáculo" se encuentra con frecuencia, y que tales textos, sean de 1975 o de 1995, muy a menudo dan la impresión de no ser otra cosa que respuestas a las tesis de Debord. De él toman los posmodernos las descripciones de un espectáculo que se aleja progresivamente de la realidad; pero las retoman en un plano puramente fenomenológico, sin buscar jamás una causa que vaya más allá de dar por supuesto un impulso irresistible e irracional que empuja a los espectadores hacia el espectáculo. Antes bien se condena cualquier búsqueda de explicaciones. Cuando leemos que "la abstracción del 'espectáculo', aun para los situacionistas, no fue nunca sin apelación. Su realización incondicional, en cambio, sí lo es... El espectáculo aún dejaba sitio para la conciencia crítica y la desmitificación... Hoy estamos más allá de toda desalienación", entonces está claro para qué sirven las referencias posmodernas al espectáculo: para anunciar la inutilidad de toda resistencia al espectáculo.
Esa supuesta desaparición de la realidad, que se presenta pomposamente como una verdad incómoda y aun como una revelación terrible, en verdad es lo más tranquilizador que puede haber en estos tiempos de crisis. Si el carácter tautológico del espectáculo, denunciado por Debord, expresa el carácter automático de la economía de la mercancía que, sustraida a todo control, anda locamente a la deriva, entonces hay efectivamente mucho que temer. Pero si los signos, en cambio, sólo se refieren a otros signos y así seguido, si jamás se encuentra el original de la copia infiel, si no hay valor real que deba sostener, aunque sin lograrlo, el cúmulo de deudas del mundo, entonces no hay absolutamente ningún riesgo de que lo real nos alcance. Los pasajeros del Titanic pueden quedarse a bordo, como dice Robert Kurz, y la música sigue sonando. Entonces cabe fingir también que se está pronunciando un juicio moral radicalmente negativo acerca de tal estado de las cosas; pero tal juicio queda en mero perifollo cuando ninguna contradicción del ámbito de la producción logra ya sacudir ese mundo autista. Y, sin embargo, es justamente en el terreno de la producción que se halla la base real de la fascinación que ejerce el "simulacro": en el sistema económico mundial que, gracias a esas contradicciones de la mercancía de las que no se quiere saber nada, ha tropezado con sus límites económicos, ecológicos y políticos; un sistema que se mantiene con vida sólo gracias a una simulación continua. Cuando los millones de billones de dólares de capital especulativo "aparcados" en los mercados financieros, o sea todo el capital ficticio o simulado, vuelva a la economía "real", se verá que el dinero especulativo no era tanto el resultado de una era cultural de la virtualidad (más bien lo contrario es cierto) como una desesperada huida hacia delante de una economía en desbandada. Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual. Corea del Sur e Indonesia son los epitafios de las teorías posmodenas.
Pero el haber descrito los procesos de virtualización y habérselos tomado en serio constituye también el momento de verdad que contienen las teorías posmodernas. Como mera descripción de la realidad (a su pesar) de los últimos decenios, esas teorías se muestran a menudo superiores a la sociología de inspiración marxista. Supieron denunciar con justeza la fijación de los marxistas en las mismas categorías capitalistas como el trabajo, el valor y la producción; y así parecían colocarse, por lo menos en los inicios, entre las teorías radicales que mayormente recogieron el legado de 1968. Pero luego acaban siempre hablando de los verdaderos problemas sólo para darles respuestas sin origen ni dirección. En los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de 1988, Debord compara ese tipo de crítica seudo-radical a la copia de un arma a la que sólo falta el percutor. Al igual que las teorías estructuralistas y postestructuralistas, los posmodernos comprenden el carácter automático, autorreferencial e inconsciente de la sociedad de la mercancía, pero sólo para convertirlo en un dato ontológico, en lugar de reconocer en ello el aspecto históricamente determinado, escandaloso y superable de la sociedad de la mercancía.
Como se ve, no es fácil sustraerse a la perversa fascinación de la mercancía. La crítica del fetichismo de la mercancía es la única vía que hoy se halla abierta a una comprensión global de la sociedad; y afortunadamente semejante crítica se está formando.De ese proceso forman parte el creciente interés por las teorías de los situacionistas, y por las de Debord en particular, así como la labor de la revista alemana Krisisy el eco que está empezando a hallar también en Italia. Durante largo tiempo, la mercancía nos engañó presentándose como "una cosa trivial y obvia". Pero su inocencia ha pasado, porque hoy sabemos que es "una cosa embrolladísima, llena de sutileza metafísica y caprichos teológicos". Y todos los rezos de sus sacerdotes serán incapaces de salvarla de la evidencia de su condena.

NOTA:
Anselm Jappe es autor de un estudio crítico sobre Guy Debord, Tracce, Pescara, 1993, traducido a diversos idiomas (trad. cast. Anagrama, Barcelona, 1998). En MANIA ha publicado "Sic transit gloria artis. El 'fin del arte' según Theodor W. Adorno y Guy Debord", n. 1, pp. 31-52; "El absurdo mercado de los hombres sin cualidades", n. 2, pp. 39-43; y "¿Crítica social o nihilismo?", n. 4-5-6, pp. 227-241.



[1] Ver Karl Marx "El carácter fetichista de la mercancía y su secreto", apartado 4 del capítulo I de El Capital.

viernes, 8 de julio de 2011

Diego Guerrero: Un resumen completo de EL CAPITAL

BAJAR DESDE: http://luxemburguismo.wordpress.com/files/2008/11/resumen-de-el-capital-diego-guerrero-octubre-20082.doc



Crítica de otras lecturas de Marx

Decía Bertolt Brecht que “se ha escrito tanto sobre Marx que éste ha acabado siendo un desconocido”, a lo que podemos añadir que siempre ha sido un desconocido para los marxistas, que en su mayoría prefirieron leer a otros marxistas que a Marx. Mientras que los marxistas han sido en realidad (sobre todo) lassallianos partidarios de un “socialismo de estado” incompatible con las ideas de Marx, este es el creador de las ideas maduras del comunismo y del anarquismo (a este respecto también se equivocan la mayoría de los anarquistas). No podemos desarrollar aquí este punto, pero sí es cierto que “Marx fue un crítico del marxismo” y que, por tanto, “Rubel tenía razón”1.

Pero hay otra forma de “desconocer” e incluso traicionar a Marx que, como hemos insinuado y se hace habitualmente, es relegar su aportación económica al papel de mero apéndice de su trabajo de filósofo, político y/o revolucionario. Por eso, nuestra interpretación de la obra teórica de Marx –que sin duda muchos considerarán “economicista”– es, al contrario, una crítica del “enfoque hiperpolítico del pensamiento marxiano” que utiliza la mayoría de los marxistas. Para Marx el objeto primario de análisis es el impersonal sistema capitalista, donde los sujetos, incluidos los propios capitalistas, son figuras, es decir, criaturas de las leyes del sistema, tanto como los trabajadores que los padecen (a ellas y a ellos). Para la mayoría de los marxistas, en cambio, el problema parece ser la alianza entre “malvados” capitalistas con nombre y apellidos (y sobre todo sus monopolios) y el Estado que los apoya, personificado en su Gobierno. Para estos la explotación es una consecuencia de la violencia política que precede y limita el funcionamiento económico2, y para Marx la primera violencia de nuestro tiempo, la específica y definitoria de nuestro sistema, es la propia existencia y dominio de las leyes económicas del capital, empezando por la primera: que el hambre amenaza y fuerza a la sumisión a quien, en un mundo de mercancías, no tiene otra cosa que vender que su propia fuerza de trabajo. En estas violentas leyes del capital descansan, entre otros, el Estado capitalista y su Gobierno; por tanto, es la violencia económica la que limita y define el funcionamiento político, y no al revés.

Para Marx, la lucha entre los capitalistas adopta la forma (económica) de una competencia creciente y sin cuartel, y las crecientes concentración y centralización del capital no son sinónimos de monopolización de la economía; es decir, el único monopolio que domina la economía es el de la propiedad privada. Pero para los marxistas el monopolio se presenta como una categoría política que de facto anula las categorías económicas de Marx (desde la competencia al valor), al presentarse como un sinnúmero de acuerdos monopolistas que entorpecen las bondades de la competencia y eliminan las leyes descubiertas por Marx. Leyes que supuestamente sólo serían válidas para su época, pero no para la fase “actual” del capitalismo, caracterizadas por Lenin como “capitalismo monopolista” o “imperialismo”3 (ideas muy similares a las de los economistas burgueses de todos los tiempos, sostenidas incluso por no economistas anteriores a él, como Mazzini o Buchez, por ultraliberales actuales como Milton Friedman y sus discípulos, o ¡incluso por los economistas franquistas!4).

Y aunque es verdad que “en el siglo XXI se seguirá leyendo a Marx” –y se lo seguirá leyendo, “si es que algo se lee”, porque “estará claro, como lo está hoy, que Marx es un clásico”5–, a la mayoría de los marxistas se les puede hacer la crítica de no haberlo leído (y mucho menos, estudiado): “El destino del Capital como obra científica es, en su conjunto, nada envidiable. Si fuera menos alabado y menos denunciado y más ampliamente leído, habría existido menor número de ideas falsas sobre él, y la economía habría hecho progresos más rápidos”6. Pero también: “Frecuentemente, y en especial en América Latina, muchos estudiantes, profesionales, militantes intentan penetrar el pensamiento de Marx, en un afán de poseer un marco teórico para su acción política o sus investigaciones. Lo que les acontece es que se enfrentan a ‘manuales’ –como los de Politzer o Marta Harnecker, que han cumplido una gran función– que, en realidad, los conducen a ciertas ‘interpretaciones’ del pensar de Marx, pero no a Marx mismo.”7

Desde luego, hay que leer y estudiar a Marx, pero no sólo eso. Pues todavía queda mucho por desarrollar, más allá de Marx, si se quiere avanzar desde el socialismo inmaduro y utópico al “científico” (Marx prefería llamarlo “materialista crítico”). Pero tampoco será posible esto si para “modernizar” a Marx se le traiciona o se desconoce su obra o se piensa que esta puede utilizarse a beneficio de inventario, por ejemplo prescindiendo de su principal contenido: la TLV. Hay marxistas que, por creer que la TLV está superada, llegan incluso a afirmar que “en la actualidad, la economía marxista, con pocas excepciones, está intelectualmente muerta”8. Dicen eso pero siguen considerándose marxistas.

Otro problema es que hay quienes deslegitiman al Marx científico por su compromiso político explícito. Simplemente, no han entendido que, aunque la ciencia no tiene más remedio que terminar siendo objetiva, su proceso de construcción es el producto directo de subjetividades, de personas que no son cosas objetivas sino sujetos pensantes que, por muy científicamente que investiguen en su campo, tienen ideas políticas generales y posiciones morales que en parte explican necesariamente su propia actividad científica. Quienes denuncian como un caso especial la “tensión entre un Marx científico y un Marx revolucionario”9 ignoran que esa tensión subjetivo-objetivo está presente en la labor creativa de cualquier científico, y además no saben hasta qué punto el especial compromiso ético de Marx le obligaba precisamente a ser lo menos moralista posible en su estudio objetivo de la realidad capitalista (lo que, por cierto, lo obligó muchas veces a enfrentarse a la mayoría en todos los partidos y organizaciones en los que militó). Hasta el punto de que Marx, el teórico máximo del proletariado, llega a decir (y así consta en las actas de la sesión del Comité central de la Liga de los Comunistas del 15-9-1850) que “siempre me he opuesto a la opinión momentánea del proletariado”; y es ese mismo Marx, al que se suele acusar de catastrofista y permanente predicador de la revolución a la vuelta de la esquina, quien afirma en esa reunión:

Nos debemos a un Partido que, por su propio bien, todavía no debe alcanzar el poder. Si el proletariado ocupara el poder, tomaría unas medidas claramente pequeñoburguesas, pero no proletarias. Nuestro Partido sólo podrá hacerse cargo del gobierno cuando la situación permita que lleve a la práctica sus puntos de vista. Louis Blanc nos ofrece el mejor ejemplo de lo que ocurre cuando se alcanza demasiado pronto el poder”10 (cursivas añadidas: DG).

Hay, por último, multitud de “intérpretes” de Marx que, intencionadamente o no, deforman el sentido revolucionario de su TLV (o de otras de sus teorías que derivan de ella). Muchos, porque creen hablar desde el “posmarxismo” y “no ven qué pueda ganarse” en la lucha por el socialismo con “el intento de utilizar en esta tarea materiales tomados del viejo edificio levantado por Marx”11. Otros, porque niegan la posibilidad de “cambios sustanciales en el sistema capitalista” que operen en “un sentido revolucionario, tal como Marx lo concebía”, y creen sólo posibles los cambios “en un plano reformista”12. Muchos, porque tergiversan la teoría comunista de Marx contraponiendo, por ejemplo, democracia y dictadura del proletariado en la transición desde el capitalismo al comunismo13. Algunos, porque incomprensiblemente caracterizan a Marx como un simple “progresista” de esos que comparten el “convencimiento de que la humanidad se movía a través de una senda lineal e ilimitada de avances”14, o no comprenden que predecir el surgimiento del comunismo a partir del capitalismo no es una forma de “mesianismo” ni una versión de la teoría de la “predestinación” ni encierra “fatalismo mecanicista” alguno, sino una aplicación de la idea de que la marcha de las sociedades está sometida a leyes que condicionan y restringen la libertad de los individuos.

Marx piensa, en concreto, en una ley parecida a la de la gravitación natural: de hecho fue quien con más claridad expuso por qué el capitalismo dará paso al (o se transformará en) comunismo, afirmación arriesgada y al mismo tiempo similar a la que sostiene que el agua de lluvia que cae sobre la tierra tiene que terminar bajando hasta el nivel del mar (o, lo que es lo mismo, que no puede subir, salvo para remontar excepcionalmente algún obstáculo pasajero). Marx no se limitó a eso, desde luego, ni esa tesis significa que pueda predecirse con exactitud por dónde va a transcurrir cada nuevo torrente de agua que vengan a descargar las tormentas de la historia, ni cuánto va a durar su viaje hasta el mar. Pero no se puede pasar por alto la importancia que tiene afirmar que, aunque la manzana del capitalismo se moverá necesariamente en dirección al suelo, haríamos mejor en cogerla y comérnosla ya –puesto que tenemos hambre y la manzana es en realidad nuestra– sin esperar a que eso ocurra.

Los autores que se enmarañan en las dudas sobre el “marxismo como ciencia y como crítica” se preguntan: “si en verdad el capitalismo está gobernado por regularidades que lo condenan a ser suplantado por una nueva sociedad socialista (cuando hayan madurado las infraestructuras necesarias), entonces, ¿por qué insistir en que ‘lo necesario es cambiarlo’? ¿Por qué tomarse tanto trabajo para preparar el funeral del capitalismo si su defunción está garantizada por la ciencia?”15. Parecen no entender que, aunque ellos vivan bien, perfectamente adaptados a la sociedad capitalista y disfrutando de las ventajas que esta reserva a las minorías, hay inmensas mayorías de la población que necesitan darle muerte cuanto antes si quieren salvaguardar sus propios intereses y recuperar la dignidad. Como ha afirmado uno de los principales estudiosos de Marx en el siglo XX:

No cabe hablar de contradicción (...) Marx concibe el advenimiento del socialismo a la vez como una posibilidad económica y una necesidad ética. Cuando presenta, tanto en El Capital como en el Manifiesto Comunista, la caída de la burguesía y el triunfo del proletariado como ‘igualmente ineluctables’, no hace otra cosa que enunciar una hipótesis racionalmente válida, fundada en el análisis científico de las leyes del movimiento económico del capitalismo y en la percepción directa de la lucha que opone a los dos clases principales de la sociedad moderna (...) La predicción del socialismo no es como tal una predicción científica sino un juicio de valor apuntalado por una convicción y una actitud éticas que se nutren de un conocimiento objetivo de los datos materiales, económicos e históricos, capaces de conducir a una revolución total de la sociedad actual y al nacimiento de la ‘humanidad social’ (Décima tesis sobre Feuerbach). Resumiendo: la tesis de la ineluctabilidad del socialismo pertenece al dominio de las verdades que, para volverse ‘objetivas’, imponen la participación activa, el compromiso ético (Segunda tesis sobre Feuerbach) (...) Posibilidad objetiva y exigencia ética: el propio Marx distinguió claramente el ‘dualismo’ de su mensaje, dualismo que sus críticos consideran irreductible y que sus discípulos menos inteligentes se empeñan en negar por todos los medios (...)”16.

1 Fernández Buey, F. (1998): Marx sin ismos, Barcelona: Viejo Topo (pp. 11, 15) cita a M. Rubel (1974): Marx, critique du marxisme: essais, Paris: Payot. Pero véanse, además, como apoyo de nuestra tesis, los trabajos de Pierre Ansart (1969): Marx y el anarquismo, Barcelona: Barral, 1972; M. Rubel (1977): El Estado visto por Karl Marx, Barcelona: Roselló; Rubel, M.; Janover, L. (1977): Marx, anarquista, Barcelona: Roselló; Guérin, Daniel (1969): Por un marxismo libertario, Madrid: Júcar, 1979; Kelsen, H. (1924): Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo, México: Siglo XXI, 1982.
2 Para Lenin, “lo típico en la ‘fase contemporánea de desarrollo del capitalismo’” son “las relaciones de dominación y la violencia ligada a dicha dominación” (p. 395). Pero Engels era más fiel a las ideas de Marx al criticar las de Dühring, para quien el valor es la cantidad de trabajo más un “suplemento” que el capitalista carga “‘con el puñal en la mano’; dicho de otro modo: el valor hoy imperante es un precio de monopolio” para Dühring, mientras que para Marx esos precios de monopolio son sólo “excepciones y casos especiales” [Engels, F. (1877): La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring (Anti-Dühring), Barcelona: Grijalbo, pp. 196-7].
3 Para Marx, en cambio, el imperialismo es sólo una forma de Estado: “la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder estatal que la sociedad burguesa del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital” (Marx, K., 1871: La guerra civil en Francia, M: Ayuso, 1976, p. 65).
4 Como el hoy Premio Rey Juan Carlos de Economía, Juan Velarde, que, haciéndose eco hace medio siglo del temor de Pigou a los monopolios, y tras propugnar “una fuerte escala impositiva sobre las grandes fortunas (…) disminuyendo, por tanto, la concentración de la propiedad en grupos muy reducidos, pero dotados de un fuerte poder económico”, recordaba que “en las conclusiones de estudio aprobadas por el I Congreso Nacional de la Falange, con el refrendo del Caudillo, y el clamor popular de Chamartín” se abogaba por la “desarticulación de los grupos monopolísticos” (en op. cit., pp. 274-276).
5 Sacristán, M. (1983): “¿Qué Marx se leerá en el siglo XXI?”, Mientras Tanto, nº 16-17, p. 127.
6 Bródy, A. (1970): Proportions, Prices and Planning. A Mathematical Restatement of the Labor Theory of Value, Budapest: Akademiai Kiadó, p. 67. Téngase en cuenta que, según el socialista Luis Araquistáin “España es el país europeo donde menos se ha leído y escrito sobre marxismo, quizá con la única excepción de Portugal” (1957, citado en Ribas, (1981): Aproximación a la historia del marxismo español (1869-1939). Madrid, Endymión, pp. 96-97). El propio Ribas documenta esa idea y señala que la 1ª edición española de los 3 libros de El capital data tan sólo de 1931 (a cargo de Manuel Pedroso, para la editorial Aguilar); por cierto, que su precio equivalía, al parecer, al salario medio de 6 meses (Ribas, op. cit., p. 88). Véase más sobre la edición de Marx en español, en Gasch Grau. E. (2001): “Etapas y escritos en la recepción de Marx”, en E. Fuentes Quintana, Dir. (2001): Las críticas a la economía clásica (Economía y Economistas españoles, nº 5), Barcelona: Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, pp. 815-833. Gasch concluye que “se sigue leyendo a Marx en España, aunque se siga leyendo lo mismo que hace un siglo, el Manifiesto del partido comunista” (op. cit., p. 825).
7 Dussel, Enrique (1985): La producción teórica de Marx. Un comentario a los Grundrisse, México: Siglo XXI, p. 11.
8 Elster, J. (1986): Una introducción a Karl Marx, Siglo XXI, Madrid, 1991, p. 62.
9 Gouldner, Alvin (1980): Los dos marxismos, Madrid: Alianza.
10 Citado en Enzensberger, H. M., ed. (1973): Conversaciones con Marx y Engels, Barcelona, Anagrama, 1999; vol. I, pp. 156-7. Estas críticas de Marx al partido “en el sentido contingente” (es decir, los grupos comunistas realmente existentes en los que él participó como militante o dirigente) fueron persistentes toda su vida, así como su sentido de pertenencia al “auténtico” partido comunista, identificado como movimiento transformador que surge del seno mismo de la sociedad capitalista. Por ejemplo, en 1846 le escribe a Annenkov: “En cuanto a nuestro partido, no se trata sólo de que es pobre, sino que también está enojado conmigo por oponerme a sus utopías y a sus declaraciones” (en Adoratski, ed., 1934, p. 23), por lo que hay que “eliminar el equívoco de que por ‘partido’ entiendo una Liga muerta hace ocho años o la redacción de un periódico que se disolvió hace doce años. Cuando hablo de ‘partido’ me refiero al partido en el amplio sentido histórico del término” (citado en F. Buey, op. cit., p. 177).
11 Paramio, L. (1988): Tras el diluvio. La izquierda ante el fin de siglo. Madrid: Siglo XXI, p. 30.
12 Berzosa, C. y M. Santos (2000): Los socialistas utópicos. Marx y sus discípulos, Madrid: Síntesis, pp. 200-201.
13 Harnecker, M. (1999): La izquierda en el umbral del siglo XXI. Haciendo posible lo imposible (Madrid: Siglo XXI, p. 316), siguiendo ahora la práctica de Santiago Carrillo y otros “maestros” à la mode como M. Castells.
14 Palazuelos, Enrique (2000): “El Capital, a casi siglo y medio de distancia”, en Karl Marx: El Capital, Madrid: Akal, 2000, p. viii.
15 Gouldner (1980), op. cit., p. 45.
16 Rubel, op. cit., vol. 1, pp. 33-34.

martes, 5 de julio de 2011

Autogestión y jerarquía (x Cornelius Castoriadis y Daniel Mothé)

Texto escrito en colaboración con Daniel Mothé y publicado, por primera vez, en el nº 8 de CFDT Aujourd’hui, julio-agosto de 1974. Versión digital tomada de: http://amputaciones.blogspot.com/

Vivimos en una sociedad cuya organización es jerárquica, y esto en el trabajo, la producción, la empresa; o en la administración, la política, el Estado; o incluso en la educación y la investigación científica. La jerarquía no es una invención de la sociedad moderna. Sus orígenes se remontan muy atrás, por más que no haya existido siempre y que haya habido sociedades no jerárquicas que han funcionado muy bien. Pero en la sociedad moderna, el sistema jerárquico (o, lo que viene a ser más o menos lo mismo, burocrático) se ha convertido en prácticamente universal. Dondequiera que se dé una actividad cualquiera, ésta se organiza conforme al principio jerárquico, y la jerarquía del mando y del poder coincide cada vez más con la jerarquía de los salarios y las rentas. De tal suerte que la gente casi no consigue ya imaginar que podría ser de otra manera y que ellos mismos podrían ser otra cosa distinta de lo que establece su posición en la pirámide jerárquica.

Los defensores del sistema actual intentan justificarlo como el único “lógico”, “racional”, “económico”. Ya hemos intentado demostrar que tales “argumentos” no valen nada y no justifican nada, que son falsos tomados separadamente y contradictorios cuando se los considera en conjunto. Tendremos ocasión de volver a ello más adelante. Mas también se presenta el sistema actual como el único posible, supuestamente impuesto por las necesidades de la producción moderna, por la complejidad de la vida social, la gran escala de todas las actividades, etc. Trataremos de demostrar que esto no es cierto y que la existencia de una jerarquía es radicalmente incompatible con la autogestión.


1. Autogestión y jerarquía de mando

La decisión colectiva y el problema de la representación

¿Qué significa, socialmente, el sistema jerárquico? Que una capa de la población dirige la sociedad y las demás no hacen más que ejecutar sus decisiones; y también que dicha capa, al recibir los ingresos más elevados, se beneficia de la producción y del trabajo de la sociedad mucho más que las otras. En pocas palabras, que la sociedad está dividida entre una capa que dispone del poder y de los privilegios y el resto, que ha sido desposeído de ambos. La jerarquización –o burocratización- de todas las actividades sociales no es hoy más que la forma, cada vez más preponderante, de la división de la sociedad. Como tal, es a la vez resultado y causa del conflicto que desgarra a la sociedad.

Si esto es así, resulta ridículo preguntarse: ¿es compatible la autogestión, es compatible el funcionamiento y la existencia de un sistema social autogestionado con el mantenimiento de la jerarquía? Es tanto como preguntarse si la supresión del sistema penitenciario actual es compatible con el mantenimiento de los guardias de prisiones, de sus jefes y de los directores de las cárceles. Pero como es sabido, aquello que no hace falta decir se entiende aun mejor cuando se dice. Tanto más cuanto que, desde hace milenios, se hace penetrar en el espíritu de las gentes desde su más tierna infancia la idea de que es “natural” que unos manden y otros obedezcan, que unos tengan demasiado de lo superfluo y otros no tengan bastante de lo necesario.

Queremos una sociedad autogestionada. ¿Qué quiere decir esto? Una sociedad que se gestiona, es decir que se dirige a sí misma. Pero esto aún debe ser precisado. Una sociedad autogestionada es una sociedad en la que todas las decisiones son tomadas por la colectividad que, en cada ocasión, se ve concernida por el objeto de tales decisiones. Es decir, un sistema en el que aquellos que desarrollan una actividad deciden colectivamente lo que van a hacer y cómo hacerlo, con la única limitación que deriva de su coexistencia con otras unidades colectivas. Así, las decisiones que conciernen a los trabajadores de un taller deben ser tomadas por los trabajadores de ese taller; aquellas que afectan a varios talleres a la vez, deben ser tomadas por el conjunto de los trabajadores afectados o por sus delegados elegidos y revocables; aquellas que conciernen a los habitantes de un barrio, por los habitantes del barrio; y aquellas, en fin, que conciernen a toda la sociedad por la totalidad de las mujeres y los hombres que viven en ella.

Pero ¿qué significa decidir?

Decidir es decidir por uno mismo. No es dejar la decisión en manos de “personas competentes” sometidas a un vago “control”. No es tampoco designar a las personas que van a decidir. No porque la población francesa designe una vez cada cinco años a quienes harán las leyes, hace ella misma las leyes. No porque designe, una vez cada siete años, a quien decidirá la política del país, decide por sí misma esa política. No decide, aliena su poder de decisión en “representantes” que, por eso mismo, no son ni pueden ser sus representantes. Ciertamente, la designación de representantes o de delegados por las diferentes colectividades, así como la existencia de órganos –comités o consejos- formados por tales delegados será, indispensable en una multitud de ocasiones. Pero no será compatible con la autogestión más que si dichos delegados representan verdaderamente a la colectividad de la que emanan, y esto implica que permanezcan sometidos a su poder. Lo cual, a su vez, significa no sólo que esta última los elige, sino también que puede revocarlos cada vez que lo juzgue necesario.

En consecuencia, decir que hay una jerarquía de mando formada por “personas competentes” y, en principio, inamovibles, o decir que hay “representantes” inamovibles durante un período de tiempo determinado (y que, como prueba la experiencia, se transforman en prácticamente inamovibles por siempre jamás), es decir que no hay ni autogestión ni siquiera “gestión democrática”. Lo que equivale, en efecto, a decir que la colectividad está dirigida por gentes para las cuales la dirección de los asuntos comunes se ha convertido en un asunto especializado y exclusivo, y que por derecho y de hecho, escapan al poder de la colectividad.


Decisión colectiva, formación e información

Por otra parte, decidir es decidir con conocimiento de causa. No es ya la colectividad la que decide, incluso si formalmente “vota”, cuando sólo alguno o algunos disponen de las informaciones y definen los criterios a partir de los cuales se toma una decisión. Esto significa que quienes deciden deben disponer de todas las informaciones pertinentes. Pero también que puedan definir por sí mismos los criterios a partir de los cuales deciden. Y para esto, es necesario que dispongan de una formación cada vez más amplia. Ahora bien, una jerarquía de mando implica que quienes deciden poseen –o, más bien, pretenden poseer- el monopolio de las informaciones y de la formación o, en todo caso, que tienen un acceso privilegiado a ellas. La jerarquía se basa en este hecho y tiende constantemente a reproducirlo. Pues, en una organización jerárquica, todas las informaciones ascienden desde la base a la cumbre, pero no descienden de nuevo, ni circulan (de hecho, sí circulan, pero contra las reglas de la organización jerárquica). Del mismo modo, todas las decisiones descienden desde la cumbre hacia la base, a la que sólo le queda ejecutarlas. Y así viene a ser más o menos lo mismo decir que hay jerarquía de mando y decir que esas dos circulaciones se producen cada una en un sentido único: la cumbre recolecta y absorbe todas las informaciones que llegan hasta ella y no redifunde entre los ejecutantes más que el mínimo estrictamente necesario para la ejecución de las órdenes que les dirige y que emanan tan sólo de ella. En una situación semejante, es absurdo pensar que podría haber autogestión, o incluso “gestión democrática”.

¿Cómo se puede decidir si no se dispone de las informaciones necesarias para decidir bien? ¿Y cómo se puede aprender a decidir si uno se limita siempre a ejecutar lo que otros han decidido? Desde el momento en que se instaura una jerarquía de mando, la colectividad se vuelve opaca para sí misma y se produce un enorme despilfarro. Se vuelve opaca porque las informaciones son retenidas en la cumbre. Y se produce un despilfarro porque los trabajadores no informados o mal informados no saben lo que deberían saber para llevar a buen fin su tarea, pero sobre todo porque las capacidades colectivas para dirigirse a sí mismos, así como la inventiva y la iniciativa, formalmente reservadas al mando, resultan bloqueadas e inhibidas en todos los niveles.

Por consiguiente, querer la autogestión –o incluso la “gestión democrática”, si el término democracia no es utilizado con fines puramente decorativos- y querer mantener una jerarquía de mando es una contradicción en los términos. Sería más coherente, en el plano formal, decir como hacen los defensores del sistema actual: la jerarquía de mando es indispensable, luego no puede haber sociedades autogestionadas.

Sólo que esto es falso. Cuando se examinan las funciones de la jerarquía, es decir, para qué sirve, se constata que, en su mayor parte, no tienen sentido y no existen más que en función del sistema social actual, mientras que las demás, aquellas que guardarían un sentido y una utilidad en un sistema social autogestionado, podrían ser fácilmente colectivizadas. No podemos, dentro de los límites de este texto, discutir la cuestión en toda su amplitud. Intentaremos esclarecer algunos aspectos importantes, refiriéndonos sobre todo a la organización de la empresa y de la producción.

Una de las funciones más importantes de la jerarquía actual es la de organizar la coacción. En el trabajo, por ejemplo, ya se trate de talleres u oficinas, una parte esencial de la “actividad” del aparato jerárquico, desde los jefes de equipo hasta la dirección, consiste en vigilar, controlar, sancionar, en imponer directa o indirectamente la “disciplina” y la ejecución conforme a las órdenes recibidas por quienes las tienen que ejecutar. ¿Y por qué es necesario organizar la coacción? ¿Por qué hace falta que haya coacción? Porque en general los trabajadores no manifiestan espontáneamente un entusiasmo desbordante por hacer lo que la dirección quiere que hagan. Y esto ¿por qué? Porque ni su trabajo ni su producto les pertenecen, porque se sienten alienados y explotados, porque no han decidido por sí mismos lo que han de hacer y cómo hacerlo, ni lo que pasará con lo que ya han hecho; en pocas palabras, porque hay un conflicto perpetuo entre los que trabajan y los que dirigen el trabajo de los otros y sacan provecho de él. En suma: es necesario que haya jerarquía para organizar la coacción, y es necesario que haya coacción porque hay división y conflicto, o lo que es lo mismo, porque hay jerarquía.

Más a menudo se presenta la jerarquía como estando ahí para arreglar los conflictos, enmascarando así el hecho de que la existencia de la jerarquía es, en sí misma, fuente de un conflicto perpetuo. Pues mientras haya un sistema jerárquico, se dará, por esa misma razón, el renacimiento continuo de un conflicto radical entre una capa dirigente y privilegiada y las demás categorías, reducidas a roles de ejecución.

Se dice que si no hubiese coacción, no habría ninguna disciplina, que cada cual haría lo que le diera la real gana y que sería el caos. Pero también esto es un sofisma. La cuestión no es saber si hace falta disciplina, o incluso coacción, sino qué disciplina, decidida por quién, controlada por quién, bajo qué formas y con qué fines. Cuanto más ajenos son los fines a los que sirve una disciplina con respecto a las necesidades y los deseos de quienes deben realizarla, tanto más exteriores son las decisiones que atañen a tales fines y las formas de la disciplina, y mayor necesidad de coacción existe para hacer que se respeten.

Una colectividad autogestionada no es una colectividad sin disciplina, sino una colectividad que decide por sí misma sobre su disciplina y, llegado el caso, sobre las sanciones contra aquellos que la violen deliberadamente. Por lo que respecta, en particular, al trabajo, no se puede discutir seriamente la cuestión presentando a la empresa autogestionada como rigurosamente idéntica a la empresa contemporánea, salvo que le hubiésemos quitado el caparazón jerárquico. En la empresa contemporánea se impone a la gente un trabajo que le resulta ajeno y sobre el cual no puede decir nada. Lo asombroso no es que la gente se oponga a él, sino que no se oponga infinitamente más de lo que es habitual. No se puede creer ni por un instante que su actitud frente al trabajo sería la misma si su relación con él se hubiese transformado y hubiesen comenzado a convertirse en sus dueños. Por otro lado, tampoco en la empresa contemporánea hay una sola disciplina, sino dos. Está la disciplina que, a golpes de coacción y de sanciones financieras o de otro tipo, el aparato jerárquico trata constantemente de imponer. Y está la disciplina, mucho menos aparente pero no menos fuerte, que surge en el seno de los grupos de trabajadores de un equipo o de un taller y que hace, por ejemplo, que no sean tolerados quienes hacen demasiado ni quienes no hacen lo bastante. Los grupos humanos no son ni han sido nunca los conglomerados caóticos de individuos movidos únicamente por el egoísmo y en lucha los unos contra los otros que quisieran hacer creer los ideólogos del capitalismo y de la burocracia, y que de este modo no expresan más que su propia mentalidad. En los grupos, y en particular en aquellos que están unidos en una tarea común permanente, surgen siempre normas de comportamiento y una presión colectiva que hace que se respeten.


Autogestión, competencia y decisión

Pasemos ahora a esa otra función esencial de la jerarquía que aparece como independiente de la estructura social contemporánea: las funciones de decisión y de dirección. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿por qué las colectividades implicadas no podrían cumplir ellas mismas dicha función, dirigirse a sí mismas y decidir por sí mismas? ¿Por qué sería necesaria la existencia de una clase particular de personas, organizadas en un aparato aparte, que decida y que dirija? A esta cuestión, los defensores del sistema actual ofrecen dos tipos de respuesta. La una se sustenta en la invocación al “saber” y a la “competencia”. La otra afirma, con palabras más o menos encubiertas, que en todo caso es necesario que algunos decidan, porque de otro modo sobrevendría el caos, o dicho de otro modo, porque la colectividad sería incapaz de dirigirse a sí misma.

Nadie niega la importancia del saber y de la competencia, ni, sobre todo, el hecho de que hoy en día un cierto saber y una cierta competencia están reservados a una minoría. Pero también en este caso los hechos no son invocados más que para ocultar algunos sofismas. No son en general los que poseen mayor saber y competencia los que dirigen en el sistema actual. Los que dirigen son los que se han mostrado capaces de ascender en el aparato jerárquico o aquellos que, en función de su origen familiar y social, se han encontrado desde el principio en la buena senda, después de haber obtenido algunos diplomas. En ambos casos, la “competencia” exigida para mantenerse o para elevarse en el aparato jerárquico se refiere mucho más a la capacidad de defenderse y de vencer en la concurrencia a la que se libran individuos, camarillas y clanes en el seno de ese mismo aparato que a la aptitud para dirigir un trabajo colectivo. En segundo lugar, no porque alguien o algunos posean un saber o una competencia técnica o científica, es la mejor manera de utilizarlos confiarles la dirección de un conjunto de actividades. Uno puede ser un excelente ingeniero en su especialidad, sin ser capaz, sin embargo, de “dirigir” el conjunto de un departamento en una fábrica. Por otro lado, no hay más que constatar lo que pasa actualmente a este respecto. Técnicos y especialistas están generalmente confinados en su dominio particular. Los “dirigentes” se rodean de algunos consejeros técnicos, obtienen sus opiniones sobre las decisiones que se han de tomar (opiniones que a menudo divergen entre sí) y finalmente “deciden”. Se ve claramente aquí el absurdo del argumento. Si el “dirigente” decidiese en función de su “saber” y de su “competencia”, debería ser experto y competente en todo, sea directamente, sea para decidir, cuál, entre las opiniones divergentes de los especialistas, es la mejor. Esto es evidentemente imposible, así que los dirigentes zanjan de hecho las divergencias arbitrariamente, en función de su “juicio”. Ahora bien, este “juicio” de uno solo no tiene ninguna razón de ser que lo haga más válido que el juicio que se formaría en una colectividad autogestionada a partir de una experiencia real infinitamente más amplia que la de un solo individuo.


Autogestión, especialización y racionalidad

Saber y competencia son, por definición, especializados, y lo son mucho más cada día que pasa. Fuera de su dominio especial, el técnico o el especialista no es más capaz que cualquier otro de tomar una buena decisión. Por lo demás, incluso en el interior de su dominio particular, su punto de vista está fatalmente limitado. Por un lado, ignora los otros dominios, que se encuentran necesariamente en interacción con el suyo, y tiende a descuidarlos. Por eso, tanto en las empresas como en las administraciones actuales, la cuestión de la coordinación “horizontal” de los servicios de dirección es una pesadilla perpetua. Hace ya tiempo que se han creado especialistas de la coordinación para coordinar las actividades de los especialistas de la dirección, que de este modo se reconocen incapaces de dirigirse a sí mismos. Por otro lado y sobre todo, los especialistas emplazados en el aparato de dirección se encuentran, por ese mismo motivo, separados del proceso real de producción, de lo que pasa en él, de las condiciones en las cuales los trabajadores deben efectuar su trabajo. La mayor parte del tiempo, las decisiones tomadas en los despachos, después de sesudos cálculos, perfectos sobre el papel, se demuestran inaplicables tal cual, pues no han tenido suficientemente en cuenta las condiciones reales en las que habrán de ser aplicadas. Ahora bien, tales condiciones reales, por definición, sólo las conoce la colectividad de los trabajadores. Todo el mundo sabe que este hecho es, en las empresas contemporáneas, una fuente de conflictos perpetuos y de un inmenso despilfarro.

Por el contrario, saber y competencia pueden ser racionalmente utilizados si quienes los poseen vuelven a sumergirse en la colectividad de los productores, si se convierten en uno de los componentes de las decisiones que dicha colectividad tendrá que tomar. La autogestión exige la cooperación entre quienes poseen un saber y una competencia particulares y quienes asumen el trabajo productivo en sentido estricto. Es completamente incompatible, pues, con una separación entre estas dos categorías. Sólo si se instaura una cooperación semejante, el saber y la competencia podrán ser plenamente utilizadas; mientras que, hoy en día, no son utilizadas más que por una pequeña parte, pues quienes los poseen están confinados en tareas limitadas, estrechamente circunscritas por la división del trabajo en el interior del aparato de dirección. Además, sólo dicha cooperación puede asegurar que saber y competencia sean puestos efectivamente al servicio de la colectividad y no de fines particulares.

¿Podría desarrollarse tal cooperación sin que surgiesen conflictos entre los “especialistas” y los demás trabajadores? Si un especialista afirma, a partir de su saber especializado, que tal metal, puesto que posee tales propiedades, es el más indicado para tal útil o tal pieza, no se ve por qué ni basándose en qué podría provocar las objeciones gratuitas de los obreros. Por lo demás, incluso en este caso una decisión racional exige que los obreros no sean ajenos a la cuestión; por ejemplo, porque las propiedades del material elegido desempeñan un papel durante la fabricación de las piezas o de los útiles. Pero las decisiones verdaderamente importantes que conciernen a la producción comportan siempre una dimensión esencial relativa al rol y al lugar de los hombres en esa misma producción. A este respecto no existe –por definición­ningún saber ni ninguna competencia que pueda superar el punto de vista de quienes tendrán que efectuar realmente el trabajo. Ninguna organización de una cadena de fabricación o montaje puede ser ni racional ni aceptable si ha sido decidida sin tener en cuenta el punto de vista de quienes trabajarán en ella. Puesto que no se tiene en cuenta, tales decisiones son actualmente casi siempre erradas, y si la producción marcha a pesar de todo, es porque los obreros se organizan entre ellos para hacerla marchar, transgrediendo las reglas y las instrucciones “oficiales” sobre la organización del trabajo. Pero, incluso si las suponemos “racionales” desde el estrecho punto de vista de la eficacia productiva, dichas decisiones son inaceptables precisamente porque están, y no pueden más que estar, exclusivamente basadas en el principio de la “eficacia productiva”. Lo cual quiere decir que tienden a subordinar íntegramente a los trabajadores al proceso de fabricación y a tratarlos como piezas del mecanismo productivo. Ahora bien, esto no se debe a la maldad de la dirección, ni a su estupidez, ni siquiera a la simple búsqueda del beneficio (como prueba que la “Organización del trabajo” es rigurosamente la misma en los países del Este y en los países occidentales), sino que es la consecuencia directa e inevitable de un sistema en el que las decisiones son tomadas por quienes no habrán de realizarlas. Un sistema semejante no puede tener otra “lógica”.

Pero una sociedad autogestionada no puede seguir dicha “lógica”. Su lógica es completamente otra; es la lógica de la liberación de los hombres y de su desarrollo. La colectividad de los trabajadores puede muy bien decidir –y, en nuestra opinión, tendría razón al hacerlo- que, para ella, las jornadas de trabajo menos penosas, menos absurdas, más libres y más felices son infinitamente preferibles a algunos pedazos suplementarios de chucherías. Y para tales elecciones, absolutamente fundamentales, no hay criterio “científico” u “objetivo” que valga; el único criterio es el juicio de la colectividad sobre lo que ella misma prefiere, a partir de su experiencia, de sus necesidades y de sus deseos.

Esto es verdad a la escala de la sociedad entera. Ningún criterio “científico” permite a nadie decidir que es preferible para la sociedad tener, el año próximo, más ocio que consumo o a la inversa, un crecimiento más o menos rápido, etc. Quien dice que tales criterios existen es un ignorante o un impostor. El único criterio que en este ámbito tiene sentido es lo que los hombres y las mujeres que forman la sociedad quieren, y esto sólo ellos, y nadie en su lugar, pueden decidirlo.


2. Autogestión y jerarquía de los salarios y los ingresos

No hay criterios objetivos que permitan fundamentar una jerarquía de las remuneraciones

Del mismo modo que no es compatible con una jerarquía de mando, una sociedad autogestionada no es compatible con una jerarquía de los salarios y de los ingresos.

Para empezar, la jerarquía de los salarios y los ingresos se corresponde actualmente con la jerarquía de mando –totalmente en los países del Este, y en buena medida en los occidentales-. Lo que hace falta es ver cómo es reclutada dicha jerarquía. El hijo de un rico será un hombre rico, el hijo de un ejecutivo tiene todas las oportunidades para convertirse en ejecutivo. De esta manera y en una amplia medida, las capas que ocupan los estratos superiores de la pirámide se perpetúan hereditariamente. Y esto no se debe al azar. Cualquier sistema social tiende siempre a auto­reproducirse. Si hay clases sociales que tienen privilegios, sus miembros harán todo lo que puedan –y sus privilegios significan precisamente que tienen un poder enorme a este respecto- para transmitirlos a sus descendientes. En la medida en que, en un sistema semejante, tales clases tienen necesidad de “hombres nuevos” –porque los aparatos de dirección se extienden y proliferan-, seleccionan, entre los descendientes de las clases “inferiores”, a los más aptos para cooptarlos en sus filas. En la misma medida, puede parecer que el “trabajo” y las “capacidades” de quienes han sido cooptados han desempeñado un papel en su carrera, que recompensa su “mérito”. Pero, una vez más, “capacidades” y “mérito” significan aquí esencialmente la capacidad para adaptarse al sistema dominante y mejor servirlo. Tales capacidades no tienen sentido para una sociedad autogestionada, ni desde su punto de vista.

Ciertamente la gente puede pensar que, incluso en una sociedad autogestionada, los individuos más valerosos, los más tenaces, los más trabajadores, los más “competentes”, deberían tener derecho a una “recompensa” particular, y que dicha recompensa debería ser financiera. Y esto alimenta la ilusión de que podría haber en ella una jerarquía de ingresos que estuviese justificada.

Tal ilusión no resiste al examen. Igual que en el sistema actual, no resulta posible ver sobre qué podrían fundamentarse lógicamente y justificar de manera calculada las diferencias de remuneración. ¿Por qué tal competencia debería valerle a su posesor unos ingresos cuatro veces mayor que a otro, y no diez o doce? ¿Qué sentido tiene afirmar que la competencia de un buen cirujano vale exactamente lo mismo –o más, o menos- que la de un buen ingeniero? ¿Y por qué no vale exactamente lo mismo que la de un buen conductor de trenes o la de un buen maestro?

Fuera de algunos ámbitos muy estrechos y privados de significación general, no hay criterios objetivos para medir y comparar entre sí las competencias, los conocimientos y el saber de individuos diferentes. Y si es la sociedad la que soporta los gastos de adquisición de un saber determinado por un individuo –como ya es prácticamente el caso-, no se ve por qué ese individuo, que ya se ha beneficiado una vez del privilegio que dicha adquisición constituye en sí misma, debería beneficiarse una segunda vez en la forma de unos ingresos superiores. Lo mismo vale, por lo demás, para el “mérito” y la “inteligencia”. Hay sin duda individuos que nacen más dotados que otros para realizar ciertas actividades, o bien llegan a estar más dotados. Tales diferencias son, en general, reducidas y su desarrollo depende sobre todo del medio familiar, social y educativo. Pero, en cualquier caso, en la medida en que uno tiene un “don”, el ejercicio de ese “don” es en sí mismo una fuente de placer si no se ve coartado. Y para los escasos individuos que están excepcionalmente dotados, lo que importa no es una “recompensa” financiera, sino crear lo que irresistiblemente se ven empujados a crear. Si Einstein hubiese estado interesado por el dinero, no habría llegado a ser Einstein, y es probable que, como patrón o financiero, hubiera resultado bastante mediocre.

En ocasiones se resalta ese argumento increíble que dice que, sin una jerarquía de salarios, la sociedad no podría encontrar a personas que aceptasen cumplir las funciones más difíciles, y se presenta como tales las del ejecutivo, el dirigente, etc. Es conocida la frase que repiten a menudo los “responsables”: “si todo el mundo gana lo mismo, yo prefiero coger la escoba”. Pero en países como Suecia, donde las diferencias de salario son ahora mucho menores que en Francia, las empresas no funcionan peor y nadie ha visto que los ejecutivos se abalancen sobre las escobas.

Lo que se constata cada vez más en los países industrializados es más bien lo contrario: las personas que abandonan las empresas son aquellas que ocupan los empleos verdaderamente más difíciles; es decir, los más penosos y los menos interesantes. Y el aumento de los salarios del personal correspondiente no consigue detener la hemorragia. Por esa razón, tales trabajos se van dejando cada vez más para la mano de obra inmigrante. Es un fenómeno que se explica si se reconoce la siguiente evidencia: que a no ser que se vea obligada por la miseria, la gente rehúsa cada vez más emplearse en trabajos idiotas. Jamás se ha constatado el fenómeno inverso, y podemos apostar a que continuará siendo así. Llegamos, pues, a la conclusión, conforme a la lógica misma de este argumento, de que son los trabajos más interesantes los que deberían estar peor remunerados, ya que, bajo cualquier condición, son éstos los trabajos más atrayentes para la gente; es decir, que la motivación para elegirlos y desempeñarlos se encuentra ya, en gran medida, en la propia naturaleza del trabajo.


Autogestión, motivación en el trabajo y producción para las necesidades

Pero ¿adónde conducen finalmente todos los argumentos que pretenden justificar la jerarquía en una sociedad autogestionada? ¿Cuál es la idea oculta que les sirve de fundamento? Que la gente no elige un trabajo y lo lleva a cabo más que para ganar más dinero que los otros. Pero esto, que se presenta como una verdad eterna que concierne a la naturaleza humana, no es en realidad más que la mentalidad capitalista que, en mayor o menor medida, ha penetrado en la sociedad (y que, como demuestra la persistencia de la jerarquía de salarios en los países del Este, sigue siendo dominante también en éstos). Ahora bien, tal mentalidad es una de las condiciones para que el sistema actual exista y se perpetúe; e, inversamente, no puede existir a menos que dicho sistema se mantenga. La gente atribuye importancia a las diferencias en los ingresos porque tales diferencias existen y porque, en el sistema social actual, son consideradas importantes. Si uno puede ganar un millón al mes, en lugar de cien mil francos, y si el sistema social alimenta por todos los medios la idea de que quien gana un millón vale más, es mejor que quien no gana más que cien mil francos, entonces, en efecto, mucha gente (aunque no toda, ni siquiera hoy) se verá motivada a hacer cualquier cosa para ganar un millón en lugar de cien mil francos. Pero si una diferencia semejante no existe en el sistema social; si se considera tan absurdo querer ganar más que los demás como hoy consideramos (al menos, la mayor parte de nosotros) querer a todo precio que una partícula preceda al apellido, entonces otras motivaciones, que, éstas sí, tienen un valor social auténtico, podrán hacer su aparición o, mejor dicho, eclosionar: el interés por el trabajo en sí mismo, el placer de hacer bien lo que uno mismo ha elegido hacer, la invención, la creatividad, la estima y el reconocimiento de los otros. Inversamente, mientras la miserable motivación económica siga ahí, todas estas otras motivaciones quedarán atrofiadas y deformadas desde la infancia de los individuos.

Pues cualquier sistema jerárquico se basa en la concurrencia de los individuos y en la lucha de todos contra todos. Dirige constantemente a los hombres los unos contra los otros y los incita a utilizar todos los medios para “ascender”. Presentar la concurrencia cruel y sórdida que se desarrolla en la jerarquía del poder, del mando, de los ingresos, como una “competición” deportiva en la que los “mejores” ganan en un juego limpio, es tomar a la gente por imbécil y creer que no ven cómo pasan las cosas realmente en un sistema jerárquico, ya sea en la fábrica, en los despachos, en la universidad, e incluso, cada vez más, en la investigación científica, desde el momento en que ésta se ha convertido en una inmensa empresa burocrática. La existencia de la jerarquía se basa en la lucha sin misericordia de cada uno contra todos los demás, y exacerba tal lucha. Ésta es la razón, por otra parte, por la que la jungla se hace cada vez más despiadada a medida que uno asciende en los escalones de la jerarquía, y por la cual no se encuentra cooperación más que en la base, donde las posibilidades de “promoción” son escasas o inexistentes. La introducción artificial de diferenciaciones en este nivel por la dirección de las empresas pretende precisamente romper dicha cooperación. Ahora bien, desde el momento en que haya privilegios de cualquier naturaleza, pero en particular de naturaleza económica, inmediatamente renacerá la concurrencia entre los individuos, y al mismo tiempo la tendencia a aferrarse a los privilegios que ya se poseen y, con este fin, a intentar también adquirir mayor poder y a sustraerlo al control de los otros. Desde ese momento mismo, ya no puede hablarse de autogestión.

Finalmente, una jerarquía de los salarios y de los ingresos es asimismo incompatible con una organización racional de la economía en una sociedad autogestionada. Pues una jerarquía semejante falsifica inmediata y gravemente la expresión de la demanda social.

Una organización racional de la economía en una sociedad autogestionada implica, en efecto, que, mientras los objetos y los servicios producidos por la sociedad sigan teniendo un “precio” –mientras no se puedan distribuir libremente- y mientras, en consecuencia, exista un “mercado” para los bienes de consumo individual, la producción esté orientada por las indicaciones de ese mercado, es decir, por la demanda solvente de los consumidores. Pues no hay, para comenzar, otro sistema defendible. Contrariamente a lo que dice un eslogan reciente, al que no podemos dar nuestra aprobación más que metafóricamente, no es posible ofrecer a todos “todo y a toda prisa”. Sería absurdo, por otro lado, limitar el consumo mediante racionamiento autoritario, lo que equivaldría a una tiranía intolerable y estúpida sobre las preferencias de cada cual: ¿por qué distribuir entre todos un disco y cuatro entradas para el cine cuando hay gentes que prefieren la música a las imágenes, y otros lo contrario, y eso sin hablar de los sordos y de los ciegos? Pero un “mercado” de bienes de consumo individual no es verdaderamente defendible más que si es verdaderamente democrático; a saber, si las papeletas de voto de cada uno tienen en él el mismo peso. Tales papeletas de voto son los ingresos de cada cual. Si los ingresos son desiguales, el voto queda inmediatamente trucado: hay personas cuya voz cuenta mucho más que la de los demás. Así, hoy en día, el “voto” del rico por una villa en la Costa Azul o por un avión particular pesa mucho más que el voto de quien vive en una infravivienda por una vivienda decente, o el de un peón por un viaje en tren en segunda clase. Y es preciso darse cuenta de que el impacto de la distribución desigual de los ingresos sobre la estructura de la producción de bienes de consumo es inmenso.

Un ejemplo aritmético que no pretende ser riguroso, pero que está cercano a la realidad en orden de magnitud, permite ilustrar lo anterior. Si suponemos que podría agruparse al 80% de la población francesa con los ingresos más bajos en torno a una media de 20000 francos por año después de impuestos (los ingresos más bajos en Francia, que corresponden a una categoría muy numerosa, los viejos sin pensión o con una pensión muy pequeña, son muy inferiores con diferencia al SMIP) y al 20% restante en torno a una media de 80000 francos por año después de impuestos, vemos, mediante un cálculo simple, que estas dos categorías se repartirían a medias el ingreso disponible para el consumo. En estas condiciones, una quinta parte de la población dispondría de tanto poder adquisitivo como los otros cuatro quintos. Esto quiere decir también que alrededor del 35% de la producción de bienes de consumo del país está exclusivamente orientado por la demanda del grupo más favorecido y destinado a su satisfacción, después de la satisfacción de las necesidades “elementales” de ese mismo grupo; o dicho de otro modo, que el 30% de todas las personas empleadas trabajan para satisfacer las “necesidades” no esenciales de las categorías más favorecidas (dando por supuesto que la relación consumo / inversión es de 4 a 1, que es a groso modo el orden de magnitud observado en la realidad).

Vemos, pues, que la orientación de la producción que el “mercado” impondría en estas condiciones no reflejaría las necesidades de la sociedad, sino una imagen deformada en la cual el consumo no esencial de las clases favorecidas tendría un peso desproporcionado. Es difícil creer que, en una sociedad autogestionada, en la que estos hechos serían conocidos por todos con exactitud y precisión, la gente toleraría una situación semejante; o que podría, en tales condiciones, considerar la producción como su propia labor y sentirse concernida por ella; sin lo cual, dicho sea en una aparte, no puede hablarse en ningún momento de autogestión.

La supresión de la jerarquía de salarios es, pues, el único medio de orientar la producción hacia las necesidades de la colectividad, de eliminar la lucha de todos contra todos y la mentalidad económica y de permitir la participación interesada, en el verdadero sentido del término, de todos los hombres y mujeres en la gestión de los asuntos de la colectividad.