martes, 13 de octubre de 2009

Marxismo-leninismo...que chucha es eso?!


El marxismo: balance provisional

Escrito por Cornelius Castoriadis

Capítulo I de La institución imaginaria de la sociedad, vol. 1: Marxismo y teoría revolucionaria. Escrito entre 1964-65 y publicado en 1975 sin alteraciones revelantes.

1. La situación histórica del marxismo y la noción de ortodoxia

Para aquel a quien le preocupa la cuestión de la sociedad, el encuentro con el marxismo es inmedia­to e inevitable. Hablar incluso de encuentro en este caso es abusivo, por lo que esta palabra denota de acontecimiento contingente y exterior. Dejando de ser una teoría particular o un programa político pro­fesado por algunos, el marxismo ha impregnado el lenguaje, las ideas y la realidad hasta el punto de que ha llegado a formar parte de la atmósfera que se respira al llegar al mundo social, del paisaje his­tórico que fija el marco de nuestras idas y venidas.

Pero, por esta misma razón, hablar del marxis­mo se ha convertido en una de las empresas más di­fíciles que haya. Primero, estamos implicados de mil maneras en aquello de lo que se trata. Y ese marxismo, «realizándose», se ha hecho impercepti­ble. ¿De qué marxismo, en efecto, habría que hablar? ¿Del de Jruschov, de Mao Tse Tung, de Togliatti, de Thorez? ¿Del de Castro, de los yugoeslavos, de los revisionistas polacos? ¿O bien de los trotskistas (y ahí también la geografía reclama sus derechos, trotskistas franceses e ingleses, de los Estados Uni­dos y de América Latina se desgarran y se denuncian mutuamente), de los bordiguistas, de tal grupo de extrema izquierda que acusa a todos los demás de traicionar el espíritu del «verdadero» marxismo, que él sería el único en poseer? No está solamente el abismo que separa los marxismos oficiales de los marxismos de oposición. Está la enorme multiplici­dad de las variantes, entre las cuales cada una se plantea como excluyente de todas las demás.

Ningún criterio simple permite reducir de una sola vez esa complejidad. No hay evidentemente prue­ba alguna de los hechos que hable por sí misma, puesto que tanto el gobernante como el preso político se encuentran en situaciones sociales particulares que no confieren como tales privilegio alguno a sus pun­tos de vista y hacen, por el contrario, indispensable una doble interpretación de lo que dicen. La consa­gración del poder no puede valer para nosotros más que la aureola de la oposición irreductible, y es el propio marxismo el que nos prohibe olvidar la sos­pecha que pesa tanto sobre los poderes instituidos como sobre las oposiciones que permanecen indefi­nidamente al margen de lo real histórico.

La solución no puede ser tampoco un puro y sim­ple «retorno a Marx», que pretendía no ver en la evolución histórica de las ideas y de las prácticas de los últimos ochenta años más que una capa de escorias que disimulaban el cuerpo resplandeciente de una doctrina intacta. No es tan sólo que la pro­pia doctrina de Marx, como se sabe y como intenta­remos mostrarlo, esté lejos de poseer la simplicidad sistemática y la coherencia que algunos quieren atri­buirle. Ni que un tal retorno tenga forzosamente un carácter académico -puesto que no podría desembo­car, en el mejor de los casos, más que en restablecer correctamente el contenido teórico de una doctrina del pasado, como se hubiese podido hacer con Des­cartes o Santo Tomás de Aquino, y dejaría entera­mente en la sombra el problema que cuenta antes que nada; a saber, la importancia y la significación del marxismo para nosotros, y la historia contem­poránea. El retorno a Marx es imposible porque, bajo pretexto de fidelidad a Marx, y para realizar esta fidelidad, se empieza ya por violar unos principios esenciales planteados por el propio Marx.

Marx fue, en efecto, el primero en mostrar que la significación de una teoría no puede ser compren­dida independientemente de la práctica histórica y social a la que corresponde, en la que se prolonga o que sirve para recubrirla. ¿Quién osaría pretender hoy en día que el verdadero y el único sentido del cristianismo es el que restituye una lectura depura­da de los Evangelios, y que la realidad social y la práctica histórica, dos veces milenaria de las Iglesias y de la Cristiandad, no pueden enseñarnos nada esen­cial sobre el tema? La «fidelidad a Marx», que pone entre paréntesis la suerte histórica del marxismo, no es menos irrisoria. Es incluso peor, pues, para un cristiano, la revelación del Evangelio tiene un funda­mento trascendente y una verdad intemporal, que ninguna teoría podría poseer a los ojos de un mar­xista. Querer reencontrar el sentido del marxismo exclusivamente en lo que Marx escribió, pasando bajo silencio lo que la doctrina ha llegado a ser en la historia, es pretender, en contradicción directa con las ideas centrales de esa doctrina, que la histo­ria real no cuenta, que la verdad de una teoría está siempre y exclusivamente «más allá», y es finalmen­te reemplazar la revolución por la revelación y la reflexión sobre los hechos por la exégesis de los textos.

Eso sería ya suficientemente grave. Pero hay más, puesto que la exigencia de la confrontación con la realidad histórica1 está explícitamente inscrita en la obra de Marx y anudada con su sentido más pro­fundo. El marxismo de Marx no quería y no podía ser una teoría como las demás, negligiendo su arrai­go y su resonancia histórica. Ya no se trataba de «interpretar, sino de transformar el mundo»2, y el sentido pleno de la teoría es, según la propia teoría, el que se hace transparente en la práctica y que se inspira en ella. Los que dicen, al límite, creyendo «disculpar» la teoría marxista: ninguna de las prác­ticas históricas que apelan al marxismo se inspira «realmente» en él -estos mismos, diciendo esto, «condenan» el marxismo como «simple teoría» y emiten sobre él un juicio irrevocable. Esto sería incluso, literalmente, el Juicio Final -pues el propio Marx hacía enteramente suya la gran idea de Hegel: Welt­geschichte ist Weltgericht.3

De hecho, si la práctica inspirada por el marxis­mo fue efectivamente revolucionaria durante ciertas fases de la historia moderna, también fue todo lo contrario durante otros períodos. Y, si estos dos fenó­menos necesitan interpretación (volveremos sobre ello), no deja de ser cierto que indican de manera indudable la ambigüedad esencial que era la del mar­xismo. No deja de ser cierto tampoco, y esto es aún más importante, que en historia y en política el pre­sente pesa infinitamente más que el pasado. Ahora bien, ese «presente», radica en que, desde hace cua­renta años, el marxismo ha llegado a ser una ideolo­gía en el mismo sentido que Marx daba a ese térmi­no: un conjunto de ideas que se relaciona con una realidad, no para esclarecerla y transformarla, sino para velarla y justificarla en lo imaginario, que per­mite a las gentes decir una cosa y hacer otra, parecer distintos de lo que son.

Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en tan­to que dogma oficial de los poderes instituidos en los países llamados por antífrasis «socialistas». In­vocado por unos Gobiernos que visiblemente no en­carnan el poder del proletariado y que no están más «controlados» por éste que cualquier Gobierno bur­gués; representado por jefes geniales que sus suce­sores, igualmente geniales, tratan de locos crimina­les sin otra explicación; fundamentando tanto la po­lítica de Tito como la de los albaneses, la de Jruschov como la de Mao, el marxismo se ha convertido allí en el «complemento solemne de justificación» del que hablaba Marx, que permite a la vez enseñar obli­gatoriamente a los estudiantes El Estado y la Revo­lución y mantener el aparato de Estado más opre­sivo y más rígido que se haya conocidoa, que ayuda a la Burocracia a velarse tras la «propiedad colecti­va» de los medios de producción.

Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en esa medida en tanto que doctrina de las múltiples sec­tas que la degeneración del movimiento marxista oficial hizo proliferar. La palabra secta para noso­tros no es un calificativo, tiene un sentido socioló­gico e histórico preciso. Un grupo poco numeroso no es necesariamente una secta; Marx y Engels no for­maban una secta, ni siquiera en los momentos en los que estuvieron más aislados. Una secta es una agrupación que erige como absoluto un solo lado, aspecto o fase del movimiento del que salió, hace de él la verdad de la Doctrina y la Verdad sin más, le subordina todo lo restante y, para mantener su «fidelidad» a ese aspecto, se separa radicalmente del mundo y vive a partir de entonces en «su» mun­do aparte. La invocación del marxismo por las sec­tas les permite pensar y presentarse como otra cosa de lo que son en realidad, es decir, como el futuro partido revolucionario de ese proletariado en el cual no consiguen echar raíces.

Ideología, finalmente, el marxismo lo ha llegado a ser también en un sentido totalmente distinto: el de que, desde hace decenios, ya no es, ni siquiera en tanto que simple teoría, una teoría viviente, que se buscaría en vano en la literatura de los cuarenta últimos años; ni siquiera aplicaciones fecundas de la teoría, y menos aún tentativas de extensión y profundización.

Puede que lo que decimos aquí suscite la protesta a gritos y escandalice a los que, haciendo profesión de «defender a Marx», entierran cada día un poco más su cadáver bajo las espesas capas de sus men­tiras o de su imbecilidad. No nos preocupa en abso­luto. Está claro que, analizando el destino histórico del marxismo, no «imputamos», en ningún sentido moral, su responsabilidad a Marx. Es el propio mar­xismo, en lo mejor de su espíritu, en su denuncia implacable de las frases huecas y de las ideologías, en su exigencia de autocrítica permanente, lo que nos obliga a asomarnos sobre su suerte real.

Y, finalmente, la cuestión sobrepasa con mucho al marxismo. Pues, de la misma manera que la degene­ración de la revolución rusa plantea el problema ¿Es el destino de toda revolución socialista el que está indicado en esa degeneración?, de la misma manera hay que preguntarse: ¿Es la suerte de toda teoría revolucionaria lo que está indicado en el des­tino del marxismo? Es la cuestión que nos retendrá largamente al final de este textob.

No es posible, pues, intentar mantener ni reen­contrar una «ortodoxia» cualquiera -ni bajo la for­ma irrisoria e irrisoriamente conjugada que le dan a la vez los pontífices estalinistas y los ermitaños sectarios, de una doctrina pretendidamente intacta y «enmendada», «mejorada» o «puesta al día» por unos y otros a su conveniencia sobre tal punto específico; ni bajo la forma dramática y ultimalista que le daba Trotski en 19404, diciendo poco más o menos: sabe­mos que el marxismo es una teoría imperfecta, vin­culada a una época histórica dada, y que la elabora­ración teórica debería continuar, pero, puesto que la revolución está en el orden del día, esta labor puede y debe esperar. Admisible el mismo día de la in­surrección armada, en el que es por lo demás inútil, este argumento, al cabo de un cuarto de siglo, no sirve más que para cubrir la inercia y la esterilidad que caracterizaron efectivamente el movimiento trots­kista desde la muerte de su fundador.

No es muy posible, tampoco, intentar mantener una ortodoxia como lo hacía Lukács en 1919, limi­tándola a un método marxista, que sería separable del contenido y, por decirlo así, indiferente con res­pecto a éste5. Aunque marcando ya un progreso con respecto a las distintas variedades de cretinismo «or­todoxo», esta posición es insostenible, por una ra­zón; la de que Lukács, alimentado sin embargo de dialéctica, olvidaba que, a menos de tomar el término en su acepción más superficial, el método no puede ser separado así del contenido, y singularmente no cuando se trata de teoría histórica y social. El méto­do, en el sentido filosófico, no es más que el con­junto operativo de las categorías. Una distinción rí­gida entre método y contenido no pertenece más que a las formas más inocentes del idealismo tras­cendental, o criticismo, que, en sus primeros pasos, separa y opone una materia o un contenido infinitos e indefinidos a categorías que el eterno flujo del ma­terial no puede afectar, que son la forma sin la que este material no podría ser captado. Pero esta dis­tinción rígida está ya superada en las fases más avanzadas, más dialectizadas del pensamiento criti­cista. Pues inmediatamente aparece el problema ¿cómo saber qué categoría corresponde a tal mate­rial? Si el material lleva en sí mismo el «signo dis­tintivo» que permite subsumirlo bajo tal categoría, no es, pues, simple material informe; y, si es real­mente informe, entonces la aplicación de tal o cual categoría se hace indiferente, y la distinción de lo verdadero y lo falso se derrumba. Es precisamente esta antinomia la que condujo, en repetidas ocasio­nes en la historia de la Filosofía, de un pensamiento criticista a un pensamiento de tipo dialéctico6.

Es así cómo la cuestión se plantea en el nivel ló­gico. Y, en el nivel histórico-genético, es decir, cuan­do se considera el proceso de desarrollo del conoci­miento tal como se desenvuelve como Historia, es, las más de las veces, el «despliegue del material» lo que condujo a una revisión o una explosión de las categorías. La revolución propiamente filosófica, pro­ducida en la Física moderna por la relatividad y los cuanta, no es más que un ejemplo chocante entre otros.7

Pero la imposibilidad de establecer una distin­ción rígida entre método y contenido, entre categoría y material, aparece aún más claramente cuando se considera, no ya el conocimiento de la Naturaleza, sino el conocimiento de la Historia. Pues en este caso no hay simplemente el hecho de que una explora­ción más profunda del material ya dado, o la apa­rición de un nuevo material puede conducir a una modificación de las categorías, es decir, del método. Hay sobre todo, y mucho más profundamente, este otro hecho, sacado precisamente a la luz por Marx y por el propio Lukács8: las categorías en función de las cuales pensamos la Historia son, por una parte esencial, productos reales del desarrollo histórico. Estas categorías no pueden llegar a ser clara y efi­cazmente formas de conocimiento de la Historia más que cuando han sido encarnadas o realizadas en for­mas de vida social efectiva.
Para no citar más que el más simple ejemplo: si en la Antigüedad las categorías dominantes bajo las cuales eran comprendidas las relaciones sociales y la historia son categorías esencialmente políticas (el poder en la ciudad, las relaciones entre ciudades, la relación entre la Fuerza y el Derecho, etc.), si lo eco­nómico no recibía más que una atención marginal, no es ni porque la inteligencia o la reflexión estuviesen menos «avanzadas», ni porque el material eco­nómico estuviese ausente, o ignorado. Se trata de que, en la realidad del mundo antiguo, la Economía no se había aún constituido como momento separado, «autónomo» como decía Marx, «para sí», de la acti­vidad humana. Un verdadero análisis de la propia economía y de su importancia para la sociedad no pudo tener lugar más que a partir del siglo XVII y sobre todo del XVIII, es decir con el nacimiento del ca­pitalismo, que erigió en efecto la Economía en momento dominante de la vida social. Y la importancia central concedida por Marx y los marxistas a la Eco­nomía traduce igualmente esta realidad histórica.

Está claro, pues, que no puede haber un «méto­do», en historia, que permaneciera indiferente al de­sarrollo histórico real. Y esto por razones mucho más profundas que el «progreso del conocimiento», los «nuevos descubrimientos», etc., razones que concier­nen directamente la estructura misma del conoci­miento histórico, y, antes que nada, la estructura de su objeto, es decir, el modo de ser de la Historia. Siendo el objeto del conocimiento histórico un objeto por sí mismo significante o constituido por significa­ciones, el desarrollo del mundo histórico es ipso facto el desarrollo de un mundo de significaciones. No puede pues haber ruptura entre material y catego­ría, entre hecho y sentido. Y este mundo de significaciones, al ser aquél en el cual vive el «sujeto» del conocimiento histórico, es también aquél en fun­ción del cual necesariamente capta, para comenzar, el conjunto del material histórico.

Ciertamente, hay que relativizar también estas constataciones. No pueden implicar que en todo ins­tante toda categoría y todo método vuelvan a poner­se en cuestión, superados o arruinados por la evo­lución de la historia real en el momento mismo en el que se piensa. Dicho de otra manera, es cada vez una cuestión concreta la de saber si la transforma­ción histórica alcanzó el punto en el que las anti­guas categorías y el antiguo método deben ser reconsiderados. Pero aparece entonces que esto no puede hacerse independientemente de una discusión sobre el contenido, no es incluso nada más que una discusión sobre el contenido que, si se da el caso, utilizando el antiguo método para comenzar, mues­tra, al contacto del material, la necesidad de superar­lo.

Decir: ser marxista es ser fiel al método de Marx que continúa siendo el verdadero, es como decir: na­da, en el contenido de la historia de los últimos cien años, autoriza ni compromete a poner en cuestión las categorías de Marx, todo puede ser comprendido mediante su método. Es pues tomar posición en cuanto al contenido, tener una teoría definida sobre esto, y al mismo tiempo negarse a decirla.

De hecho, es precisamente la elaboración del con­tenido lo que nos obliga a reconsiderar el método y, por lo tanto, el sistema marxista. Si hemos sido lle­vados a plantear, gradualmente para acabar brutal­mente, la cuestión del marxismo, es porque hemos sido obligados a constatar, no solamente -y no nece­sariamente- que tal teoría particular de Marx, o tal idea precisa del marxismo tradicional eran «fal­sas», sino que la historia que vivimos ya no podía ser comprendida con la ayuda de las categorías mar­xistas tal cual, o «corregidas», «ampliadas», etc. Nos pareció que esta historia no puede ser ni compren­dida, ni transformada con este método. El reexamen del marxismo que emprendimos no tiene lugar en el vacío, no hablamos situándonos en cualquier lugar o en ninguna parte. Habiendo partido del marxismo revolucionario, hemos llegado al punto en el que había que elegir entre seguir siendo marxistas o se­guir siendo revolucionarios; entre la fidelidad a una doctrina, que ya no anima desde hace mucho tiempo ni una reflexión ni una acción, y la fidelidad al pro­yecto de una transformación radical de la sociedad, que exige antes que nada que se comprenda lo que se quiere transformar y que se identifique lo que, en la sociedad, contesta realmente esta sociedad y está en lucha contra su forma presente. El método no puede aquí separarse del contenido, y su unidad, es decir la teoría, no puede a su vez separarse de las exigencias de una acción revolucionaria que -como muestra el ejemplo de los grandes partidos y de las sectas- ya no puede ser esclarecida y guiada por los esquemas tradicionales.

1 Por realidad histórica no entendemos evidente­mente unos acontecimientos y unos hechos particulares y separados del resto, sino las tendencias dominantes de la evolución, después de todas las interpretaciones nece­sarias.

2 Marx, undécima tesis sobre Feuerbach.

3 «La historia universal es el Juicio Final.» A pesar de su resonancia teológica, es la idea más radicalmente atea de Hegel: no hay trascendencia, no hay recurso contra lo que sucede aquí, somos definitivamente lo que llegamos a ser, lo que llegaremos a ser.
a Es sabido que la necesidad de destruir todo apara­to de Estado separado de las masas a partir del primer día de la revolución es la tesis central de El Estado y la Revolución.
b Véase infra, cap. II.

4 En In Defense of Marxism.

5 «Qu'est-ce que le marxisme orthodoxe?» en His­toire et conscience de classe, trad. K. Axelos y J. Bois, Editions de Minuit, París, 1960, p. 18. (Hay traducción española: «¿Qué es marxismo ortodoxo?» en Historia y conciencia de clase, trad. Manuel Sacristán, Grijalbo, Barcelona y México, 1969). C. Wright Mills parecía tam­bién adoptar este punto de vista. Véase The Marxists, Ed. Laurel, 1962, pp. 98 y 129.

6 El caso clásico de este paso es evidentemente el de Kant a Hegel, por el intermedio de Fichte y Sche­lling, respectivamente. Pero la problemática es la misma en las obras tardías de Platón, o en los neokantianos, de Rickert a Lask.

7 Evidentemente, no hay que invertir simplemente las posiciones. Ni lógica, ni históricamente, las catego­rías físicas son un simple resultado (y aún menos un «reflejo») de lo material. Una evolución en el campo de las categorias puede conducir a la comprensión de un material hasta entonces indefinido (como con Galileo). Aún más, el avance en la experimentación puede «for­zar» a un nuevo material a que aparezca. Hay finalmen­te una doble relación, pero no hay ciertamente indepen­dencia de las categorías con respecto al contenido.

8 Le changement de fonction du matériallisme his­torique, l. c., en particular pp. 266 y sig.

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