El marxismo: balance provisional
Escrito por Cornelius Castoriadis
Capítulo I de La institución imaginaria de la sociedad, vol. 1: Marxismo y teoría revolucionaria. Escrito entre 1964-65 y publicado en 1975 sin alteraciones revelantes.
1. La situación histórica del marxismo y la noción de ortodoxia
Para aquel a quien le preocupa la cuestión de la sociedad, el encuentro con el marxismo es inmediato e inevitable. Hablar incluso de encuentro en este caso es abusivo, por lo que esta palabra denota de acontecimiento contingente y exterior. Dejando de ser una teoría particular o un programa político profesado por algunos, el marxismo ha impregnado el lenguaje, las ideas y la realidad hasta el punto de que ha llegado a formar parte de la atmósfera que se respira al llegar al mundo social, del paisaje histórico que fija el marco de nuestras idas y venidas.
Pero, por esta misma razón, hablar del marxismo se ha convertido en una de las empresas más difíciles que haya. Primero, estamos implicados de mil maneras en aquello de lo que se trata. Y ese marxismo, «realizándose», se ha hecho imperceptible. ¿De qué marxismo, en efecto, habría que hablar? ¿Del de Jruschov, de Mao Tse Tung, de Togliatti, de Thorez? ¿Del de Castro, de los yugoeslavos, de los revisionistas polacos? ¿O bien de los trotskistas (y ahí también la geografía reclama sus derechos, trotskistas franceses e ingleses, de los Estados Unidos y de América Latina se desgarran y se denuncian mutuamente), de los bordiguistas, de tal grupo de extrema izquierda que acusa a todos los demás de traicionar el espíritu del «verdadero» marxismo, que él sería el único en poseer? No está solamente el abismo que separa los marxismos oficiales de los marxismos de oposición. Está la enorme multiplicidad de las variantes, entre las cuales cada una se plantea como excluyente de todas las demás.
Ningún criterio simple permite reducir de una sola vez esa complejidad. No hay evidentemente prueba alguna de los hechos que hable por sí misma, puesto que tanto el gobernante como el preso político se encuentran en situaciones sociales particulares que no confieren como tales privilegio alguno a sus puntos de vista y hacen, por el contrario, indispensable una doble interpretación de lo que dicen. La consagración del poder no puede valer para nosotros más que la aureola de la oposición irreductible, y es el propio marxismo el que nos prohibe olvidar la sospecha que pesa tanto sobre los poderes instituidos como sobre las oposiciones que permanecen indefinidamente al margen de lo real histórico.
La solución no puede ser tampoco un puro y simple «retorno a Marx», que pretendía no ver en la evolución histórica de las ideas y de las prácticas de los últimos ochenta años más que una capa de escorias que disimulaban el cuerpo resplandeciente de una doctrina intacta. No es tan sólo que la propia doctrina de Marx, como se sabe y como intentaremos mostrarlo, esté lejos de poseer la simplicidad sistemática y la coherencia que algunos quieren atribuirle. Ni que un tal retorno tenga forzosamente un carácter académico -puesto que no podría desembocar, en el mejor de los casos, más que en restablecer correctamente el contenido teórico de una doctrina del pasado, como se hubiese podido hacer con Descartes o Santo Tomás de Aquino, y dejaría enteramente en la sombra el problema que cuenta antes que nada; a saber, la importancia y la significación del marxismo para nosotros, y la historia contemporánea. El retorno a Marx es imposible porque, bajo pretexto de fidelidad a Marx, y para realizar esta fidelidad, se empieza ya por violar unos principios esenciales planteados por el propio Marx.
Marx fue, en efecto, el primero en mostrar que la significación de una teoría no puede ser comprendida independientemente de la práctica histórica y social a la que corresponde, en la que se prolonga o que sirve para recubrirla. ¿Quién osaría pretender hoy en día que el verdadero y el único sentido del cristianismo es el que restituye una lectura depurada de los Evangelios, y que la realidad social y la práctica histórica, dos veces milenaria de las Iglesias y de la Cristiandad, no pueden enseñarnos nada esencial sobre el tema? La «fidelidad a Marx», que pone entre paréntesis la suerte histórica del marxismo, no es menos irrisoria. Es incluso peor, pues, para un cristiano, la revelación del Evangelio tiene un fundamento trascendente y una verdad intemporal, que ninguna teoría podría poseer a los ojos de un marxista. Querer reencontrar el sentido del marxismo exclusivamente en lo que Marx escribió, pasando bajo silencio lo que la doctrina ha llegado a ser en la historia, es pretender, en contradicción directa con las ideas centrales de esa doctrina, que la historia real no cuenta, que la verdad de una teoría está siempre y exclusivamente «más allá», y es finalmente reemplazar la revolución por la revelación y la reflexión sobre los hechos por la exégesis de los textos.
Eso sería ya suficientemente grave. Pero hay más, puesto que la exigencia de la confrontación con la realidad histórica1 está explícitamente inscrita en la obra de Marx y anudada con su sentido más profundo. El marxismo de Marx no quería y no podía ser una teoría como las demás, negligiendo su arraigo y su resonancia histórica. Ya no se trataba de «interpretar, sino de transformar el mundo»2, y el sentido pleno de la teoría es, según la propia teoría, el que se hace transparente en la práctica y que se inspira en ella. Los que dicen, al límite, creyendo «disculpar» la teoría marxista: ninguna de las prácticas históricas que apelan al marxismo se inspira «realmente» en él -estos mismos, diciendo esto, «condenan» el marxismo como «simple teoría» y emiten sobre él un juicio irrevocable. Esto sería incluso, literalmente, el Juicio Final -pues el propio Marx hacía enteramente suya la gran idea de Hegel: Weltgeschichte ist Weltgericht.3
De hecho, si la práctica inspirada por el marxismo fue efectivamente revolucionaria durante ciertas fases de la historia moderna, también fue todo lo contrario durante otros períodos. Y, si estos dos fenómenos necesitan interpretación (volveremos sobre ello), no deja de ser cierto que indican de manera indudable la ambigüedad esencial que era la del marxismo. No deja de ser cierto tampoco, y esto es aún más importante, que en historia y en política el presente pesa infinitamente más que el pasado. Ahora bien, ese «presente», radica en que, desde hace cuarenta años, el marxismo ha llegado a ser una ideología en el mismo sentido que Marx daba a ese término: un conjunto de ideas que se relaciona con una realidad, no para esclarecerla y transformarla, sino para velarla y justificarla en lo imaginario, que permite a las gentes decir una cosa y hacer otra, parecer distintos de lo que son.
Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en tanto que dogma oficial de los poderes instituidos en los países llamados por antífrasis «socialistas». Invocado por unos Gobiernos que visiblemente no encarnan el poder del proletariado y que no están más «controlados» por éste que cualquier Gobierno burgués; representado por jefes geniales que sus sucesores, igualmente geniales, tratan de locos criminales sin otra explicación; fundamentando tanto la política de Tito como la de los albaneses, la de Jruschov como la de Mao, el marxismo se ha convertido allí en el «complemento solemne de justificación» del que hablaba Marx, que permite a la vez enseñar obligatoriamente a los estudiantes El Estado y la Revolución y mantener el aparato de Estado más opresivo y más rígido que se haya conocidoa, que ayuda a la Burocracia a velarse tras la «propiedad colectiva» de los medios de producción.
Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en esa medida en tanto que doctrina de las múltiples sectas que la degeneración del movimiento marxista oficial hizo proliferar. La palabra secta para nosotros no es un calificativo, tiene un sentido sociológico e histórico preciso. Un grupo poco numeroso no es necesariamente una secta; Marx y Engels no formaban una secta, ni siquiera en los momentos en los que estuvieron más aislados. Una secta es una agrupación que erige como absoluto un solo lado, aspecto o fase del movimiento del que salió, hace de él la verdad de la Doctrina y la Verdad sin más, le subordina todo lo restante y, para mantener su «fidelidad» a ese aspecto, se separa radicalmente del mundo y vive a partir de entonces en «su» mundo aparte. La invocación del marxismo por las sectas les permite pensar y presentarse como otra cosa de lo que son en realidad, es decir, como el futuro partido revolucionario de ese proletariado en el cual no consiguen echar raíces.
Ideología, finalmente, el marxismo lo ha llegado a ser también en un sentido totalmente distinto: el de que, desde hace decenios, ya no es, ni siquiera en tanto que simple teoría, una teoría viviente, que se buscaría en vano en la literatura de los cuarenta últimos años; ni siquiera aplicaciones fecundas de la teoría, y menos aún tentativas de extensión y profundización.
Puede que lo que decimos aquí suscite la protesta a gritos y escandalice a los que, haciendo profesión de «defender a Marx», entierran cada día un poco más su cadáver bajo las espesas capas de sus mentiras o de su imbecilidad. No nos preocupa en absoluto. Está claro que, analizando el destino histórico del marxismo, no «imputamos», en ningún sentido moral, su responsabilidad a Marx. Es el propio marxismo, en lo mejor de su espíritu, en su denuncia implacable de las frases huecas y de las ideologías, en su exigencia de autocrítica permanente, lo que nos obliga a asomarnos sobre su suerte real.
Y, finalmente, la cuestión sobrepasa con mucho al marxismo. Pues, de la misma manera que la degeneración de la revolución rusa plantea el problema ¿Es el destino de toda revolución socialista el que está indicado en esa degeneración?, de la misma manera hay que preguntarse: ¿Es la suerte de toda teoría revolucionaria lo que está indicado en el destino del marxismo? Es la cuestión que nos retendrá largamente al final de este textob.
No es posible, pues, intentar mantener ni reencontrar una «ortodoxia» cualquiera -ni bajo la forma irrisoria e irrisoriamente conjugada que le dan a la vez los pontífices estalinistas y los ermitaños sectarios, de una doctrina pretendidamente intacta y «enmendada», «mejorada» o «puesta al día» por unos y otros a su conveniencia sobre tal punto específico; ni bajo la forma dramática y ultimalista que le daba Trotski en 19404, diciendo poco más o menos: sabemos que el marxismo es una teoría imperfecta, vinculada a una época histórica dada, y que la elaboraración teórica debería continuar, pero, puesto que la revolución está en el orden del día, esta labor puede y debe esperar. Admisible el mismo día de la insurrección armada, en el que es por lo demás inútil, este argumento, al cabo de un cuarto de siglo, no sirve más que para cubrir la inercia y la esterilidad que caracterizaron efectivamente el movimiento trotskista desde la muerte de su fundador.
No es muy posible, tampoco, intentar mantener una ortodoxia como lo hacía Lukács en 1919, limitándola a un método marxista, que sería separable del contenido y, por decirlo así, indiferente con respecto a éste5. Aunque marcando ya un progreso con respecto a las distintas variedades de cretinismo «ortodoxo», esta posición es insostenible, por una razón; la de que Lukács, alimentado sin embargo de dialéctica, olvidaba que, a menos de tomar el término en su acepción más superficial, el método no puede ser separado así del contenido, y singularmente no cuando se trata de teoría histórica y social. El método, en el sentido filosófico, no es más que el conjunto operativo de las categorías. Una distinción rígida entre método y contenido no pertenece más que a las formas más inocentes del idealismo trascendental, o criticismo, que, en sus primeros pasos, separa y opone una materia o un contenido infinitos e indefinidos a categorías que el eterno flujo del material no puede afectar, que son la forma sin la que este material no podría ser captado. Pero esta distinción rígida está ya superada en las fases más avanzadas, más dialectizadas del pensamiento criticista. Pues inmediatamente aparece el problema ¿cómo saber qué categoría corresponde a tal material? Si el material lleva en sí mismo el «signo distintivo» que permite subsumirlo bajo tal categoría, no es, pues, simple material informe; y, si es realmente informe, entonces la aplicación de tal o cual categoría se hace indiferente, y la distinción de lo verdadero y lo falso se derrumba. Es precisamente esta antinomia la que condujo, en repetidas ocasiones en la historia de la Filosofía, de un pensamiento criticista a un pensamiento de tipo dialéctico6.
Es así cómo la cuestión se plantea en el nivel lógico. Y, en el nivel histórico-genético, es decir, cuando se considera el proceso de desarrollo del conocimiento tal como se desenvuelve como Historia, es, las más de las veces, el «despliegue del material» lo que condujo a una revisión o una explosión de las categorías. La revolución propiamente filosófica, producida en la Física moderna por la relatividad y los cuanta, no es más que un ejemplo chocante entre otros.7
Pero la imposibilidad de establecer una distinción rígida entre método y contenido, entre categoría y material, aparece aún más claramente cuando se considera, no ya el conocimiento de la Naturaleza, sino el conocimiento de la Historia. Pues en este caso no hay simplemente el hecho de que una exploración más profunda del material ya dado, o la aparición de un nuevo material puede conducir a una modificación de las categorías, es decir, del método. Hay sobre todo, y mucho más profundamente, este otro hecho, sacado precisamente a la luz por Marx y por el propio Lukács8: las categorías en función de las cuales pensamos la Historia son, por una parte esencial, productos reales del desarrollo histórico. Estas categorías no pueden llegar a ser clara y eficazmente formas de conocimiento de la Historia más que cuando han sido encarnadas o realizadas en formas de vida social efectiva.
Para no citar más que el más simple ejemplo: si en la Antigüedad las categorías dominantes bajo las cuales eran comprendidas las relaciones sociales y la historia son categorías esencialmente políticas (el poder en la ciudad, las relaciones entre ciudades, la relación entre la Fuerza y el Derecho, etc.), si lo económico no recibía más que una atención marginal, no es ni porque la inteligencia o la reflexión estuviesen menos «avanzadas», ni porque el material económico estuviese ausente, o ignorado. Se trata de que, en la realidad del mundo antiguo, la Economía no se había aún constituido como momento separado, «autónomo» como decía Marx, «para sí», de la actividad humana. Un verdadero análisis de la propia economía y de su importancia para la sociedad no pudo tener lugar más que a partir del siglo XVII y sobre todo del XVIII, es decir con el nacimiento del capitalismo, que erigió en efecto la Economía en momento dominante de la vida social. Y la importancia central concedida por Marx y los marxistas a la Economía traduce igualmente esta realidad histórica.
Está claro, pues, que no puede haber un «método», en historia, que permaneciera indiferente al desarrollo histórico real. Y esto por razones mucho más profundas que el «progreso del conocimiento», los «nuevos descubrimientos», etc., razones que conciernen directamente la estructura misma del conocimiento histórico, y, antes que nada, la estructura de su objeto, es decir, el modo de ser de la Historia. Siendo el objeto del conocimiento histórico un objeto por sí mismo significante o constituido por significaciones, el desarrollo del mundo histórico es ipso facto el desarrollo de un mundo de significaciones. No puede pues haber ruptura entre material y categoría, entre hecho y sentido. Y este mundo de significaciones, al ser aquél en el cual vive el «sujeto» del conocimiento histórico, es también aquél en función del cual necesariamente capta, para comenzar, el conjunto del material histórico.
Ciertamente, hay que relativizar también estas constataciones. No pueden implicar que en todo instante toda categoría y todo método vuelvan a ponerse en cuestión, superados o arruinados por la evolución de la historia real en el momento mismo en el que se piensa. Dicho de otra manera, es cada vez una cuestión concreta la de saber si la transformación histórica alcanzó el punto en el que las antiguas categorías y el antiguo método deben ser reconsiderados. Pero aparece entonces que esto no puede hacerse independientemente de una discusión sobre el contenido, no es incluso nada más que una discusión sobre el contenido que, si se da el caso, utilizando el antiguo método para comenzar, muestra, al contacto del material, la necesidad de superarlo.
Decir: ser marxista es ser fiel al método de Marx que continúa siendo el verdadero, es como decir: nada, en el contenido de la historia de los últimos cien años, autoriza ni compromete a poner en cuestión las categorías de Marx, todo puede ser comprendido mediante su método. Es pues tomar posición en cuanto al contenido, tener una teoría definida sobre esto, y al mismo tiempo negarse a decirla.
De hecho, es precisamente la elaboración del contenido lo que nos obliga a reconsiderar el método y, por lo tanto, el sistema marxista. Si hemos sido llevados a plantear, gradualmente para acabar brutalmente, la cuestión del marxismo, es porque hemos sido obligados a constatar, no solamente -y no necesariamente- que tal teoría particular de Marx, o tal idea precisa del marxismo tradicional eran «falsas», sino que la historia que vivimos ya no podía ser comprendida con la ayuda de las categorías marxistas tal cual, o «corregidas», «ampliadas», etc. Nos pareció que esta historia no puede ser ni comprendida, ni transformada con este método. El reexamen del marxismo que emprendimos no tiene lugar en el vacío, no hablamos situándonos en cualquier lugar o en ninguna parte. Habiendo partido del marxismo revolucionario, hemos llegado al punto en el que había que elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios; entre la fidelidad a una doctrina, que ya no anima desde hace mucho tiempo ni una reflexión ni una acción, y la fidelidad al proyecto de una transformación radical de la sociedad, que exige antes que nada que se comprenda lo que se quiere transformar y que se identifique lo que, en la sociedad, contesta realmente esta sociedad y está en lucha contra su forma presente. El método no puede aquí separarse del contenido, y su unidad, es decir la teoría, no puede a su vez separarse de las exigencias de una acción revolucionaria que -como muestra el ejemplo de los grandes partidos y de las sectas- ya no puede ser esclarecida y guiada por los esquemas tradicionales.
1 Por realidad histórica no entendemos evidentemente unos acontecimientos y unos hechos particulares y separados del resto, sino las tendencias dominantes de la evolución, después de todas las interpretaciones necesarias.
2 Marx, undécima tesis sobre Feuerbach.
3 «La historia universal es el Juicio Final.» A pesar de su resonancia teológica, es la idea más radicalmente atea de Hegel: no hay trascendencia, no hay recurso contra lo que sucede aquí, somos definitivamente lo que llegamos a ser, lo que llegaremos a ser.
a Es sabido que la necesidad de destruir todo aparato de Estado separado de las masas a partir del primer día de la revolución es la tesis central de El Estado y la Revolución.
b Véase infra, cap. II.
4 En In Defense of Marxism.
5 «Qu'est-ce que le marxisme orthodoxe?» en Histoire et conscience de classe, trad. K. Axelos y J. Bois, Editions de Minuit, París, 1960, p. 18. (Hay traducción española: «¿Qué es marxismo ortodoxo?» en Historia y conciencia de clase, trad. Manuel Sacristán, Grijalbo, Barcelona y México, 1969). C. Wright Mills parecía también adoptar este punto de vista. Véase The Marxists, Ed. Laurel, 1962, pp. 98 y 129.
6 El caso clásico de este paso es evidentemente el de Kant a Hegel, por el intermedio de Fichte y Schelling, respectivamente. Pero la problemática es la misma en las obras tardías de Platón, o en los neokantianos, de Rickert a Lask.
7 Evidentemente, no hay que invertir simplemente las posiciones. Ni lógica, ni históricamente, las categorías físicas son un simple resultado (y aún menos un «reflejo») de lo material. Una evolución en el campo de las categorias puede conducir a la comprensión de un material hasta entonces indefinido (como con Galileo). Aún más, el avance en la experimentación puede «forzar» a un nuevo material a que aparezca. Hay finalmente una doble relación, pero no hay ciertamente independencia de las categorías con respecto al contenido.
8 Le changement de fonction du matériallisme historique, l. c., en particular pp. 266 y sig.
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